Cada atrocidad narrada en las novelas distópicas se había vuelto realidad, a excepción del infame escuadrón anti libros. Es cierto que la gente quemaba ejemplares en cantidad, pero lo hacía con pena y por la imperiosa necesidad de calor. La ciudad estaba en ruinas y el humano era el más desdichado de los seres.
Pasábamos las horas procurando abastecernos de productos básicos, muchas veces sin conseguirlo. Todo día nuevo traía dos viejas certezas: “mañana va a ser peor” y “alguien que conocemos va a morir hoy”.
Frente a lo que había sido la plaza, hoy utilizada como baño público, resistía en pie una antigua iglesia, donde vivían aglomeradas cientos de personas. De lunes a lunes y, según mis cálculos, sin demasiada precisión horaria, sonaban doce campanadas. Nadie les prestaba atención, pero abundaban las opiniones al respecto.
Muchos se quejaba del ruido. Otros, los menos, tomaban la señal como un mensaje de esperanza y amor. Yo simplemente lo veía como un indicio, junto con la llegada de la noche y los cambios de estación, de que el mundo no se había detenido del todo. “Aferrarse a lo que sea” era mi mantra. Quien no lo implementaba quedaba indefectiblemente en el camino: muerto o muerto en vida, lo mismo daba.
Se decía que la encargada del campanario era una ciega anciana a la que todos respetaban. Nadie la golpeaba al robarle y siempre tenía permitido entrar a la iglesia en invierno, aunque estuviese atestada.
Me encontraba una noche cazando ratas, cuando escuché que la mujer había muerto. No se estilaba preguntar la causa y no lo hice, y me habría olvidado de ella al día siguiente de no ser por las campanadas del mediodía. Sonaron completas las doce. Me pareció morboso.
Sin mucho que hacer y para acallar un poco el dolor de tripas, me dirigí al lugar. Pasé la noche a la intemperie, pues era verano y el tufo era intolerable en cualquier sitio y al día siguiente me planté en la entrada del campanario. No fue una guardia fácil; el suelo cargaba con capa sobre capa de orina, tanto fresca como seca y había heces repartidas por doquier. Deseé ser mosca, para estar de fiesta ante tal banquete.
Cambié asco por furia en el momento en que vi a una niña de unos once años esquivarme con gracia y tocar animosamente la campana.
— ¿Pero qué te pensás que estás haciendo, maleducada? —pregunté indignada. —Esto no es tuyo ¿por qué no vas a jugar a otro lado?
Para mi sorpresa, confesó que siempre había sido la campanera. Que engañaba a la anciana contándole que los fieles asistían a misa cuando oían el llamado del mediodía. Le había regalado un final piadoso en un mundo imaginario donde aún existía la fe.
La miré incrédula. Su historia no cuadraba.
—Si ya sabés que falleció, ¿para qué seguís viniendo?
Se encogió de hombros y se alejó despreocupada, dejándome sumida en la más profunda desesperación.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/clouseau-32086
Hola Natalia. No sé como escribirte por otro lado que no sea en estos comentarios. Te reitero las gracias por seguir mi BLOG. Trataré de seguir leyendo tus relatos, pero tengo tantísimas lecturas al día que no me da tiempo, pero te tengo en cuenta, no lo dudes. Bsos.
Hola César, faltaba más, es un blog interesante, escribís muy bien y suelo estar de acuerdo en mucho de lo que decís. No es necesaria la recriprocidad rigurosa y mucho menos en mi caso, que hago esto como hobby.
Gracias. ¡Saludos!
Rebuscando uno siempre encuentra un halo de esperanza, aunque se encoja de hombros y no sepa explicarse mejor. Un abrazo.
Exacto. Dudaba si dejar medio abierto el final pero lo entendiste perfectamente. Saludos.
Hasta en los mundos más terribles y sombríos existen pequeños mundos de luz.
Pequeñas esperanzas 😉
Muy bueno Natalia, pintas en verdad un mundo aterrador y en contraparte, la actitud de la niña, que aporta un poco de esperanza a la historia. Me gustó. ¡Saludos!
Te agradezco mucho Ana, saludos y que tengas un buen día