La empleada del mes

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Un chicle color cereza se bamboleaba de una mejilla a otra en la boca de la recepcionista. El desacierto le pareció un augurio de libertad, un pase libre al error. ¿Quién renegaría de uno en su primer día de trabajo?

Anita-no-retuve-su-cargo la condujo sin prisa por los estrechos pasillos de la oficina, intercalando con soltura las sobrias salas de reuniones con las políticas de día de cumpleaños, los carteles de «toilette» y las máquinas de café, con nombres que se evaporaban en la última sílaba. Un señor de perfume agresivo ostentó su prerrogativa de evitar el contacto visual.

Al final del recorrido, a modo de tienda de souvenirs, se imponía el armario de la papelería. Ante sus antebrazos abiertos al cielo llovieron cuadernos, blocks de hojas, lapiceras, post-its de colores, una agenda y un almanaque armable. No se escatimaba en gramaje, en brillo, en azul marino. El águila dorada del logo le sonrió desde cada una de las hojas, sin comprar su simpatía. Botín en mano, separada de la única ventana al exterior, ocupó su lugar en torno al tercer tablón de madera, en el que cinco manos derechas estrecharon la suya en renovada bienvenida. Su tarea, de lunes a viernes, de 8 a 12 y de 13 a 17, consistiría en armar presentaciones de Powerpoint bajo las severas directrices de una plantilla empresarial, dolorosamente similar a la tapa del nuevo cuaderno.

“Acá falta algo” pensó. Dilató la angustia con la laboriosa faena de acomodar los objetos en el rectángulo de su cajón. Luego sopesó la idea de recobrar un poco de oxígeno en el cubículo del baño «pero, vamos, ¡si acabás de sentarte!». No encontró mejor opción que mirar fijamente el monitor, cada vez más empañado. Una lágrima rebotó en la barra espaciadora. Entonces, oyó un jadeo que no provenía de su cuerpo. Al parecer, el ventilador del CPU se había unido al episodio psicosomático.

—Tranquila, se arregla solo —explicó una voz al otro lado. Su dedo índice daba suaves toquecitos al ratón.

A falta de mejores respuestas en el horizonte, lanzó un «ajá» que se le hizo antipático. Decidió cobijarse en el ruido blanco del computador, en el oasis de mecánicos zumbidos que le ofrecía la tecnología.

«El viento del mar dentro de una caracola.»

«El ventilador de la cocina de la abuela Nené».

«La ruedita en la que corría Ema, el hámster».

En ese momento entendió que había resuelto su propio acertijo. Quiso dar un gritito de victoria, pero se conformó con asentir con disimulo.

Eso es lo único que le falta a esta jaula del demonio. ¡Una jodida rueda de hámster!

Lo que hizo el resto del lunes, ni ella sabría decirlo. Fue su primer y último día en la agencia de publicidad.

A veces, los que huyen son los valientes” escribió en una esquina del cuaderno. Risueña ante la trasgresión, desgarró el pedacito con la frase y lo insertó en el respaldo del asiento delantero del colectivo. El bamboleo continuo prometía una grata siesta antes de llegar a casa.

NATALIA DOÑATE

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