La nena invisible

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            Había 27 papelitos para 26 alumnos -hoy 25, porque Emiliano G. estaba con gripe, pero lo habíamos tenido en cuenta. La profesora tomó el que había quedado sin dueño en el fondo de la bolsa y leyó: “Juan Carlos”. No servía de nada, algún vivo había puesto dos papeles. Se dirigió al curso fastidiada:

—Espero que el “chistoso” esté contento de habernos hecho perder tiempo. Ahora van a tener que arreglar este asunto durante el recreo. Es la última oportunidad de poner sus nombres en un papel, uno por persona y sortearlo. Si para cuando vuelva no lograron hacer algo tan simple, se quedarán sin amigo invisible.

No bien cerró la puerta, el curso entero miró al insurrecto del aula con reproche.

—Gracias, ¿eh?

— ¡Un amigazo!

—Pero qué bolu…

Julio se incorporó de un salto. — ¡Ey! ¡Que yo no fui!

Nos resultó extraño. Le encantaba alardear de sus travesuras, y si él decía que no había sido, no quedaba otra que creerle. Peores tretas había confesado, como pegarle un chicle a Laura en la cabeza (se tuvo que rapar una parte) o incendiar el cesto de basura. Incluso parecía ofendido de que lo creyeran digno de una broma tan inocente. Pero entonces, ¿quién lo había hecho?

Intrigados, comenzamos a leer en voz alta uno a uno los nombres que nos habían tocado. “Virginia”, en mi caso. Después de muchas idas y venidas y alguna que otra discusión, descubrimos que había dos “Marianas”. La única del curso que respondía a ese nombre negó rotundamente haber puesto un papel de más y nadie dudó de su palabra; su letra era fina y prolija como la de un calígrafo, mientras que la del “intruso” era grande e infantil y tenía un corazón sobre la “i”.

Intentamos recordar el momento de la recolección de los papelitos. Había sido a la vuelta del primer recreo y el aula era el mismo caos de siempre: gente entrando y saliendo, empujones, amigos de otros cursos. La bolsa había caído al piso, regando el suelo de papeles, pero, de ser esa la causa, debería haber faltantes y no sobrantes. Un verdadero misterio.

Sin más pistas que seguir nos resignamos a sortear nuevamente. Noté que una carita colorada nos espiaba desde la ventana, semi oculta tras un poster del cuerpo humano. Llegó mi turno y cuando desdoblé el papel me encontré con mi nombre favorito: “Nicolás”. El chico lindo del aula que me tenía enamorada desde tercer grado. Disimuladamente se lo mostré a mi mejor amiga, quien, como era de esperarse, pegó un grito desaforado y me hizo quedar como una estúpida.

Esa tarde regresé a casa con fingido desinterés, pero mi mamá me dio suficiente dinero para comprar un regalo del amigo invisible bien bonito, y me decidí por un muñeco articulado de Mario Baracus. Lo más complicado fue hacer la cartita con las pistas. Quería sonar graciosa y desentendida. Canchera. Dí mi mejor esfuerzo, pero estoy segura de que si la leyera hoy en día me avergonzaría. ¿Quién no? Con la plata sobrante compré cuatro sobres de figuritas de Rainbow Brite.

Al día siguiente llegué temprano para dejar la sorpresa en el pupitre de Nicolás, sin que nadie me viera. Me senté nerviosa en mi lugar habitual y disfruté de su cara de sorpresa al descubrirlo. Se volteó y me sonrió. Con alas en los pies y corazones en los ojos salí al recreo, pero tenía una tarea pendiente antes de poder cuchichear con mis amigas.

Encontré a la portera lavando tazas en la cocina y para mi desilusión me explicó que su hijita de seis años no la había acompañado ese día al trabajo. No me quedó otra que pedirle que le hiciera llegar mi regalito y le extendí el sobre rosado donde había puesto las figuritas y escrito con una letra de cada color: “Para Mariana, de tu amigo invisible”.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/miljan-50934

5 Comentarios

  1. Un relato muy lindo, nos transporta a la niñez, al colegio, y a esos intercambios de regalos tan esperados. Me encanta que la chica haya resultado un alma sensible. Gracias por tan tierno relato.

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