Los guardianes de la felicidad

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«¿Qué somos?» Pregunta ocasionalmente un niño de la tribu y los ojos amarillentos de la anciana se exilian de este mundo. El humo de la fogata se eleva al cielo y se condensa en cantarinas leyendas de animales acuáticos que respiran oxígeno, de desterradas estirpes de colosales reptiles, de mamíferos inteligentes, pero traicioneros. Ante decenas de ojos inocentes, el espacio se extiende en el tiempo, los pasos se vuelven travesías y los ancestros hablan con voces familiares y amadas. Los peces que se quedaron atrás se transforman en pescados en manos otrora guerreras, cuyos dueños han aprendido a domar la tierra y a temer al cielo.

Un niño se mece impaciente. Ya se sabe la cantaleta de memoria.

—¿Pero entonces, qué somos? —insiste. La madre lo mira con desaprobación, que rápidamente torna en temor ante la mirada ajena. En un gesto protector abraza a su hijo y pide disculpas. La anciana es sabia y calla. Sabe que su silencio atraerá otros silencios, y tras juntar a una buena cantidad, los rompe con el castañeo de sus maracas de madera. La sesión ha terminado. El grupo se disuelve entre murmullos. La líder permanece inmóvil, con la frente en alto y la mirada severa procurando intimidar al niño curioso. Éste la enfrenta en respetuoso silencio. Se miden el uno al otro. A los demás, les llega el descanso. A ellos, el rocío. La luna se rinde ante el sol y el pequeño permanece firme. No se irá sin su respuesta.

«Es el indicado» decide, finalmente, la mujer. Aguarda con paciencia el momento en que los cuerpos no hacen sombra y, recién entonces, con tan sólo un gesto de su dedo índice compensa las horas perdidas, a la vez que acorta la distancia que los separa. Junto al collar de huesos y plumas de ñandú, entrega al flamante heredero la verdad por la que ha luchado. El secreto se desliza de sus labios agrietados hasta los oídos expectantes del pequeño. Éste escucha y asiente en compartida soledad. No parece ofuscado, ni siquiera sorprendido. No hace observaciones superfluas.

«Será mucho mejor que yo». La idea apenas se posa en el anciano cerebro y ya vuela lejos, mientras el enjuto cuerpo aterriza de espaldas entre las flores silvestres. Por unos pocos meses volverá a ser niña. Liviana y risueña compartirá juegos y corridas con los jóvenes del pueblo (pero nunca jamás con el niño del collar) y se burlará de su propia joroba y sus rodillas inflamadas (después de todo, ¿qué es el dolor?). Descubrirá tonalidades verdosas y rojizas en las plumas de los cuervos, limará sus callos en las infinitas piedrecillas de mar. Labrará una colección de muñequitas de barro y paja que olvidará en el bosque. El último día de primavera abandonará a los suyos, recostándose nuevamente sobre sus espaldas; carne sonriente que será hueso y que será polvo.

Pasan las estaciones incontables veces. El niño cuestionador ya no existe. En su lugar, un hombre de mirada estoica y collar ajeno visita la tumba de la vieja. «Qué vida gris me has dejado, mi niña anciana» le reprocha con flores que repone cada diez días. Por las noches repite ante la fogata los mismos cantos, las mismas explicaciones, en busca de un sucesor que tarda en revelarse. Hace tiempo que no se pregunta «¿por qué él?». Hace tiempo que no se pregunta nada. Ahora, sólo da respuestas falsas. Y espera. Espera al próximo guardián del secreto.

«Resulta que no somos nada» se desahoga ante su único confidente, el viento.

NATALIA DOÑATE

Imagen: ELG21 | Pixabay

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