Los ladrones

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«Malditos truhanes» repetía entre dientes. Ya no tenían siquiera la decencia de esconderse en la noche, de acechar entre las sombras. Tocaban timbre en una casa decente a plena luz del día, con esa sonrisa de autosuficiencia propia de su condición. Pero estos últimos se merecían el infierno. Habían tenido el tupé de traer consigo a un niño, ¡un niño! Tenía que reconocer que eran astutos, eso sí. Pero ella lo era más. ¿Cómo era el refrán? «El diablo sabe más por viejo que por diablo». Y se habían metido con la vieja equivocada.

— ¿Qué desean —había preguntado con cansino timbre de voz, seguido de una carraspera.

— Buenas tardes, señora. Somos los González, los nuevos vecinos. Queríamos presentarnos y dejarle una canasta de obsequio. Son mermeladas que fabricamos en casa y un dibujito que le hizo el nene.

— Oh, ¡pero qué encantadores! —había respondido ella con adoración. ¡Pepe, son los nuevos vecinos! —Pepe le devolvió una mirada suspicaz desde la fotografía y ella le guiñó un ojo. «Que nadie sepa que estás sola». —Sepan disculparnos —añadió —pero parece que el otoño se ensañó con nosotros este año y estamos engripados. No querríamos contagiar al niño.

El hombre, que tenía pinta de ex presidiario, se inclinó y apoyó un objeto en el suelo, a la vez que la mujer respondía con falsa congoja — ¡Qué pena doña! No vaya a tomar frío, que aquí le dejamos el regalito. Si llegara a necesitar algo, estamos a unos 200 metros a su derecha, en la casa de la hamaca .

— Oh, no será necesario, no se preocupen. En cualquier momento llega mi hijo el policía a cuidar de nosotros. Gracias por pasar.

Por la mirilla observó cómo se alejaban a paso lento, mirando en derredor. Analizando el terreno. Casi podía oírlos planeando la emboscada. Sólo una idiota abriría la puerta para tomar esa canasta. O mejor dicho, el «cebo».

«A mamá gorila con bananas verdes» resopló. Afortunadamente tenía víveres de sobra y pocos asuntos que atender fuera de la casa. Las gruesas cortinas le permitían observar el entorno durante el día, y, al caer la tarde, bajaba las persianas para no ser delatada por la luz de la casa. Nadie en el barrio sabía que su marido se había ido. Seguía comprando crema de afeitar y navajas. Cada tanto alteraba su rutina (primero cena, luego baño y viceversa) y soltaba carcajadas esporádicas para no delatar su soledad. Con el pasar de los días el asunto de los intrusos le resultó más claro.

«Por supuesto que no era un niño, si seré estúpida. Era un enano, haciéndose pasar por niño. En vacaciones de invierno viene el circo y esa manga de nómades trae una oleada de delincuencia». Tenía sentido. El hombre era alto y probablemente el típico forzudo que podía levantar pesas con una mano, mientras le estrujaba el cuello con la otra. Y esa mujer… ¿le había notado un vestigio de barba? Lamentó no haberlos observado con mayor detenimiento. Se conformaría con extremar precauciones.

Sola y bajo la tenue luz que ocultaba sus movimientos pasó los días deambulando por la casa, preguntándose qué podrían haber hallado de interés esos malhechores. Si ella no tenía nada. No tenía televisor, ni joyas, ni mucho menos esos computadores personales que tanto estaban de moda. ¿Se conformarían con las sábanas de seda de su ajuar? Esa gente no le hacía asco a nada. Probó meterlas en una bolsa y atarlas a la reja de la ventana, apenas sacando la mano. Al día siguiente seguían allí. ¿Será que querían su abrigo raído de visón? Por supuesto que sí, esos inmorales se lo habrían visto puesto en alguna de sus visitas a la farmacia. Quién sabe por cuántos meses la habían estado vigilando. O tal vez querían su collar de perlas. ¿Cómo explicarles que eran de plástico? En cualquier caso, debía encontrar una solución pronto, realizar algún tipo de intercambio y que la dejasen en paz. La comida y la leña se consumían.

«¡Pero claro, la leña!» pensó con horror. Tenía una pequeña provisión en la cocina, pero la pila grande estaba afuera, bajo la parrilla. Se sintió burlada; mientras ella se encerraba, los muy bastardos habían robado poco a poco la madera y ahora iba a morir de frío. El invierno era inminente. Tal vez aún quedara algo, debía ser valiente o morir congelada. Esperó a que fuese media mañana, para aprovechar el movimiento de gente de bien y se calzó el abrigo de piel. Abrió cautelosamente la puerta de entrada y estuvo a punto de tropezar con la canasta. La había olvidado. Contenía, en efecto, mermeladas varias y un papel arruinado por el clima en el que se adivinaba un dibujo infantil. Sí que habían armado bien el engaño. ¿Estarían envenenadas? Tal vez le habían rociado una de esas drogas que te duermen al instante. Esa gente era más peligrosa de lo que había imaginado. Debía apresurarse. Calculó que sus escasas fuerzas le permitirían llevar uno o dos trozos por vez, si es que aún quedaba algo por llevar. Iba a necesitar varios viajes.

Dio presurosa la vuelta a la casa y allí estaba la parrilla. Con espanto notó que, debajo de la misma, la pila de leña permanecía intacta. Se había metido solita en la trampa. Seguramente ahora la esperaban dentro de la casa. Con piernas temblorosas se apoyó en el banco de piedra del jardín. Aún no hacía frío, tal vez podría caminar hasta la comisaría y pedir refuerzos. Decidió que estaría más segura yendo por el camino principal, el más transitado. El sol, indolente a sus penas, brillaba con alegría y el aire olía a jazmín. Una mariposa se posó fugazmente en el tronco de un árbol.

«¡Esos malnacidos! ¡Malditos, malditos truhanes!» gritó de pronto, cortando en seco el canto de los pájaros. Le habían robado el invierno.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/jterry15-48187

2 Comentarios

  1. Notable. Un relato muy bien hecho, de esos que te llegan adentro. Cuando los años nos juegan una mala pasada y empiezas a alucinar. No queda mas que pedirle a la vida que nos permita envejecer con gracia. Muy bueno Natalia.

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