Madre primeriza

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La casa de las arenas - Blog literario

El embarazo le había costado el empleo. Aún así, el saber popular de que los niños llegan con un pan bajo el brazo seguía respetándose a rajatabla. Llave simbólica en mano, pues se trataba de una huella dactilar, la joven madre entendió el por qué. La gente simplemente adoraba a los bebés y la mayoría estaba dispuesta a dar una mano a cambio de una sonrisa de encías, del terso roce de un codito rechoncho, de unos segundos de fragancia a vida nueva. Los mismísimos Reyes Magos habían andado a lomo de camello, por quién sabe cuántos miles de kilómetros, para echar un vistazo al niño del pesebre y colmarlo de obsequios.

En el escritorio de su recámara, ocupado poco tiempo atrás por la computadora de Fabián, sus apuntes de contabilidad y sus latas de mermelada rellenas de marihuana -no sea que se le fuese a acabar- descansaban ahora un sinfín de peluches en tonos pastel, deliciosos al tacto e invitadores al sueño, un set de primorosas mantitas lavadas a mano y doce pijamas enterizos que sólo podían pertenecer a una criatura mágica. La suya.

No, no estaba sola.

Con destreza encastró al bebé en el transportín y éste a su vez en el carrito. Al llegar al coche hizo lo inverso. Pronto estuvo lista para partir. Los del cable podían tardar horas en llegar, pero ella quería evitar el tránsito. Dos meses con el niño le habían dejado en claro que no convenía pasar más de treinta minutos en el auto, pues allí no era posible alzarlo, ni consolarlo.

«La música calma a las fieras» sentenció su madre en su cabeza.

«Esperemos que así sea» le respondió ella en voz alta.

Un cuarto de hora después, un pequeño sollozo tensó sus hombros agotados. El huevito se ubicaba en dirección opuesta a la marcha, por lo que no podía ver al niño a la cara. Afortunadamente, faltaba poco para llegar. Decidió cantar para distraerse.

Amaba a su hijo con locura. Desde que habían regresado del hospital, sólo se habían separado el día de la inscripción en el registro civil. Durante esas dos horas, la imagen de su minúscula boca chupeteando la había acechado con furia. ¿Estaría llorando?¿Habría aceptado bien la mamadera? El ceño fruncido de Fabián la había regresado a la realidad. Se iba a hacer cargo, y lo había decidido por las buenas. Desde ese momento, y por los próximos dieciocho años, sus vidas y sus decisiones estarían atadas.

El guardia de la lujosa torre le abrió la puerta con un ademán amigable. Era la sexta vez que iba a ese lugar, pero todos los empleados la recordaban. Había sido «la embarazada», la «muy embarazada» y ahora cumplía el rol de «la madre primeriza». Ingresó con el cochecito al amplio ascensor y pulsó el número 36. Luego aguardó con paciencia la sensación de opresión en el pecho y se maldijo entre dientes por haber olvidado la goma de mascar. Otra vez se le taparían los oídos. Sintió el tirón familiar hacia abajo y entonces la puerta plateada se deslizó a un lado, revelando el hall de recepción, donde un boxeador de óleo colgaba, vencido, en la esquina de un cuadrilátero. Sostuvo el pulgar contra el lector hasta que una sucesión de lucecitas verdes seguidas de un gruñido de engranajes le dieron la bienvenida. Con agrado comprobó que habían traido los sillones nuevos. Olía a cuero, a lavandina y a lujo. Sintió la urgencia de una siesta, pero debía amamantar al bebé antes de que llegaran los técnicos, así que lo acomodó en su regazo, mientras admiraba el apoyabrazos imitación víbora. Era un sitio magnífico. Si todo salía bien, pronto empezaría a recibir a los posibles inquilinos a cambio de una generosa comisión, cortesía de su padre. Permaneció unos cuarenta minutos en estado semi inconsciente, hasta que un olor lechoso y dulzón tomó posesión del lugar.

—Eres un cerdito —increpó al pequeño con cariño mientras lo sostenía contra su pecho con una mano y desplegaba una manta impermeable con la otra. Una vez cambiado el pañal, decidió ventilar el ambiente. Al abrir la ventana, los sonidos de la ciudad irrumpieron violentamente al departamento, entremezclados en una ráfaga de viento que peinó de un soplo la fina pelusita de la cabeza del niño. Éste irrumpió en llanto. Quiso consolarlo, pero no podía. Las piernas le temblaban. Aferrándose con fuerza a la criatura, echó un vistazo hacia abajo y sintió que un enorme agujero se abría a sus pies. Retrocedió con cuidado, ubicó al bebé en el cochecito y regresó junto a la ventana.

«Vamos, no pasa nada» se dijo a la vez que tanteaba el marco y volvía a mirar, esta vez en forma perpendicular al suelo. A lo lejos, a una distancia vertiginosa, las cabezas y los hombros de un puñado de transeúntes sin cuerpo paseaban con perfecta naturalidad.

«Sabés que no te vas a caer» quiso razonar, pero sentía como si un imán la atrajera al vacío. Cerró, rendida, la ventana y se mantuvo lo más alejada posible de la misma hasta que dieron las seis de la tarde y entendió que la habían dejado plantada. Una amable telefonista le indicó que debería volver el jueves. Esa noche no pudo dormir, obsesionada su mente en regresar una y otra vez al momento en que abría la ventana con su bebé en brazos. Se vio a sí misma allí parada, en distintas posiciones, bajo diversas condiciones climáticas, siempre abriendo la ventana. No, el bebé no había estado en peligro en ningún momento. Incluso, si se le hubiese resbalado, habría caido al suelo del departamento y no treinta y seis pisos abajo. Era física pura y dura. Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en eso?

La semana transcurrió lentamente entre pesadillas y horas en vela. Se sentía profundamente sola. Por las noches, la fantasía empeoraba y el pecho le ardía. Ahora, el bebé caía inexorablemente mientras la miraba con ojitos confundidos y suplicantes, los bracitos extendidos con rigidez como cuando lo acostaba de golpe.

«¿Por qué, madre?»

Ella lo miraba desde lo alto, gritando por unos segundos que anticipaba eternos en su memoria. ¿Y si era ella la que lo arrojaba? Podía hacerlo en un descuido, o tal vez por no soportar esperar lo peor, adelantándose a lo inevitable. ¿Iría presa? Desde luego que no. Al ver su cabecita tibia y suave estallar contra el pavimento, saltaría tras él, para formar juntos una gran mancha de gelatina en la eternidad. Saldrían en las noticias del viernes.

Ese miércoles por la noche la angustia llegó a su punto límite y decidió buscar información en Internet. Así fue cómo descubrió que muchas madres tenían miedos irracionales de hacer daño a sus hijos. A la mañana siguiente seguía preocupada, así que tomó una decisión. Se dirigió presurosa al departamento y, con el niño bien asegurado en el cochecito, se asomó a la ventana, como quien quiere tener la última palabra. Luego la cerró con furia y giró la llave -una pequeña pero bien tangible, de metal. Repitió el procedimiento en el resto de las aberturas, trabando una a una todas las vías posibles de caída, de suicidio, de infanticidio. Satisfecha, apresó las llaves en una bolsa de tela que guardó en la baulera del auto.

Cuando llegaron los del cable se encontraron con el aire acondicionado encendido y un tenue olor a pañal sucio.

-No se preocupe, doña. Yo también tengo hijos- dijo el más joven.

Ella sonrió con gratitud. Volvía a respirar y a soñar. Eventualmente pudo alquilar el lugar a un simpático embajador, que no hablaba una palabra de español, pero parecía cómodo en las alturas. Algunas personas están hechas para vivir en la cima.

Junto al dinero de la comisión, su padre le obsequió un microondas que había sido rechazado por el flamante inquilino, quien consideraba que ocupaba demasiado lugar en la mesada. Ella lo aceptó con entusiasmo. Era obscenamente grande.

«Es tan inmenso que podría albergar a un bebé» pensó al verlo instalado en su cocina. Nunca llegó a estrenarlo. Esa misma noche lo abandonó como a un paria en la baulera del edificio. Lo acompañan al día de hoy un juego de cuchillos profesionales, un corta-habanos y un soplete flambeador.

El niño ya pasa en altura a la madre. Se lo ve bastante normalito, dadas las circunstancias.

Imagen: https://pixabay.com/es/users/pexels-2286921/

NATALIA DOÑATE

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