Mil panteones

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El Palacio Barolo encarna la idea de Dante Alighieri del infierno, el cielo y el purgatorio. Tiene tantos metros de altura como cantos la Divina Comedia. Idéntica astucia se aplica a la cantidad de pisos contra versos y de ventanas por fila contra estrofas. Tras el tour del viernes me siento entusiastamente idónea para hablar de simbología masónica, de gárgolas, de cóndores de cuerpo oscuro y testa dorada. Pero prefiero dejar las cuestiones técnicas para el guía de turno y limitar mi granito de arena a la impresión que me dejaron los primeros pisos: de que cada tentativa de evocar lo sublime adolece de humanismo. No se llega a lo abstracto por medio de escalones y esto no es, en absoluto, una crítica al arquitecto. Se trata, simplemente, de aceptar que no hemos podido inventar un dios capaz de encerrar conceptos en edificios, ni de ensamblar palabras con cemento. La imaginación es un bien baladí ante la inmortalidad, la omnipresencia, la sabiduría plena. Sólo para el hombre es un tesoro, la única herramienta para construir mil vidas, mil muertes, mil panteones. En mi caso, fue como una amiga cuya compañía me distrajo a subir hasta el anteúltimo piso, el de los balcones.

¡Menuda impresión tuve al salir! La noche abrió una nueva dimensión bajo mis pies, y pude sentir cómo el muro a mis espaldas se convertía en suelo. Reuní como pude los trozos de mi alma fragmentada y entré con prisa. Pero mis hijos, que no sufren de vértigo, pedían salir. ¿Cómo negarse? Los tomé por la muñeca -pues se sabe que la mano resbala- y los entregué bajo protesta al viento intermitente, a la inmensidad helada, al horizonte de arriba, de abajo, del frente. Ante incontables ventanas estelares brillaron sus pupilas, que luego descendieron, curiosas, hacia el obelisco, a la Casa Rosada, a las estrellitas de la cúpula del Congreso. La pequeña pidió sentarse y mirar por entre los huecos del balcón. La capucha de su campera ondeaba con alegría y la sentí tan introspectiva, tan lejana, que la apuré a regresar a mi lado. El mayor, que tomaba fotos, pronto se apiadó de la fuerza irracional de mi apretón y regresó a abrazarme con ternura.

Terminamos la expedición a cien metros de altura, al final del poema, al calor del faro. Entonces fui consciente del error que había cometido en los niveles anteriores. Resulta que en la ecuación entregadora-entregado, ofrenda-dios, terrenal-divino, no estamos en desventaja. Este paraíso que habitamos es el mundo de mis hijos, y no al revés. Ellos no son de nadie. La próxima prometo apretar más suave.

Perdón, me fui por las ramas. ¿Que si recomiendo ir? ¡Totalmente! Pero lleven abrigo, que hay chiflete.

NATALIA DOÑATE

6 Comentarios

  1. Afortunadamente has ido por esas ramas que me han puesto a soñar, ese gran Buenos Aires, mis abstracciones ante los muros de los mismos lugares que describes, el calor y el viento y los atardeceres, y ese paralelismo sutil con la rayuela del Dante.

    • Gracias Guillermo por tus bellas palabras. Quizás en las ramas estén los sueños, y también la poesía de compartir espacio, a destiempo.

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