Otra Villa Gesell

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blog literario

No me gustan las frases hechas. Reconozco su utilidad en evitarnos pensar de más y, de paso, identificar gustos, patrones de conducta, sensaciones e ideas recurrentes que nos hacen sentir más cerca de otros especímenes de nuestra clase. Pero también, justamente por ser generales, nos despojan de nuestra individualidad. Tal vez sea por este motivo que me sentí inclinada, en mi viaje a Villa Gesell -lugar donde vacacionaba de niña- a establecer una cruzada contra el cliché «no se puede volver al lugar donde se fue feliz«.

En mi defensa, el olor a casa de veraneo me dio la falsa ilusión de que el experimento había comenzado bien. Me sentí optimista. Las piñas en el suelo, la humedad subiendo por el tronco de los pinos, el juego de pelota paleta de madera que conseguí -idéntico al que utilizaba con mi abuelo treinta años atrás- me generaron falsas expectativas. Hasta un par de almejas rezagadas -que ya casi no se ven por estos pagos- hicieron su aparición para que yo pudiese, con mi magnánimo dedito gordo del pie, darles una mano para que se enterrasen en la arena.

Ya al momento del paseo nocturno por la 3 -la avenida que se convierte en peatonal- mi confianza estaba por las nubes, a la vez que mi guía turística interior señalaba en una y otra dirección, explicando a mis hijos curiosidades del paisaje: «Aquí venía a los videojuegos con mis hermanos, mientras nuestros padres aguardaban en la aquella cafetería, la del cartel rojo y las mesas de madera. Aquí compraba helado de limón, pues en aquella época, mis gustos eran bien simples. Aquí está la inmobiliaria donde pasábamos a retirar las llaves de la casa que alquilábamos«. ¡Y más aún!: «Aquí está la casa que alquilábamos. Sigue en pie, y si no fuera porque este año estamos parando en Pinamar, tranquilamente podríamos habernos hospedado aquí, y relajarnos a mirar el mar (el mismo mar) a través del ventanal (el mismo ventanal), relajados en los mismos sillones floreados». En resumen; «Aquí fui feliz y aquí estoy ahora. He vuelto». Incluso me di el lujo de comprar bombones de fruta en la feria artesanal y algodón de azúcar, y un collar de caracoles para mi pequeña. Pero con el paso de las horas, noté un desfasaje. Algo faltaba. Una mente sensible diría «ya no eres una niña«, o «ya no cuentas con tus abuelos» pero la verdad es que no pensaba en esas cosas. No siempre se me da por la nostalgia, aunque no lo crean.

Varios puestos de trencitas, tatuajes de henna, manzanas acarameladas y artesanías después, caí en la cuenta. Faltaban los cuadritos. Cuando era chica -y no tanto- abundaban los adornitos de arena viva, también conocidos como «las mil formas». Éstos eran, como bien dice el nombre, pequeños rectángulos de vidrio rellenos de agua y arena -y un poco de aire- que, al darlos vuelta, cual reloj, formaban lentamente los más bellos paisajes de dunas. Eran una chuchería exquisita y, dado mi carácter inconformista, decidí que para tener el «efecto regreso» completo tenía que conseguir uno.

Preguntamos por doquier. Mis hijos, ilusionados ante la perspectiva de darme el gusto de encontrarlos, señalaban cada negocio habido y por haber: «¿lo tendrán acá? ¿preguntamos?» y salían, cada vez más decepcionados, pero sin un ápice de resignación. Finalmente, la hora de volver nos alcanzó y tuve que aceptar la derrota, retirándome del lugar sin haber logrado llegar del todo. ¿Debo admitirlo aún? De acuerdo: No se puede volver a donde se fue feliz.

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