Plumeritos

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“Cola de Zorro” o “Hierba de las Pampas”. Pennisetum, para los entendidos. Para mí, “Plumeritos”. A ellos les da igual. Como igual les da si los miro, si me agradan, o siquiera si respiro.

Cual realeza en carroza se dejan adular por el viento, arrojando con desdén monedas de pelusa que un jardinero negligente no dejará eclosionar en vástagos reales (tampoco es que les importe demasiado la posteridad). Sus cabezas, adornadas de sobrias flores, saludan al sol en un movimiento pendular que nada tiene que envidiar al saludo de una reina y allende el camino, el solícito lago los vitorea con cegadoras luces.

Mi jardín está de fiesta. Peces de todas formas y colores, un pequeño huerto que me ha dado los mejores tomates que probé en mi vida, patos que huyen despavoridos ante mis infructuosos intentos de amistad. Mariposas de a decenas, posándose delicadamente cual confeti. Pero esta tarde sólo tengo ojos para los plumeritos. ¿Serán parientes -primos lejanos, tal vez- de todos aquellos plumeritos, hijos de nietos de biznietos de plumeritos, que desfilaban en la ruta camino al Villa Gesell de mi infancia, tan queridos por mí y tan distantes como sus congéneres de mi patio?

Siento pena por el lago. Para ellos no es más que una pobre excusa de agua. En el fondo aman el mar. ¿Cómo se explica sino el color arena de sus penachos, su romance apasionado con el viento y el arrullo de su paja? Sé que si los probara, incluso sabrían a sal. Pero no, no los toco, ¡no osaría hacerlo!

Me limito a dedicarles estas líneas, que les debo desde hace años y que en nada alterarán ese reinado suyo, perfecto, en el cual yo no existo.

NATALIA DOÑATE

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