Raíces

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La casa de las arenas

La última vez que visité el departamentito del centro fue de sábado por la mañana. Acontecía un día soleado (expresión osada, acaso polémica, que utilizo para implicar que el astro, a mis ojos, es un evento en sí mismo, especialmente tras una racha prolongada de lluvias) y las fachadas húmedas y los troncos ennegrecidos de los árboles hacían de marco de terciopelo a los colores plenos de todo aquello que la naturaleza tiene de impoluto y reflectante. Se respiraba esperanza. Lo recuerdo bien porque las hojas del rosal parecían salpicadas de mercurio y me frustró el hecho de que mi cerebro, al que considero inteligente, no hubiera hecho esa analogía en sus últimos ochenta y ocho años de vida.

Algo que sí comprendí enseguida es que la gente tiende a acaparar lo ajeno. Ya he perdido dos amistades por pecar de generosa y otras dos por tacaña. Como encuentro la segunda opción más práctica, llevo medio siglo sin prestar dinero. Algo similar ocurre con los inmuebles. Los inquilinos se instalan, echan raíces, derriban paredes, marcan el crecimiento de sus hijos en la columna blanca de la cocina (¡a veces con tinta indeleble!) y entablecen complicidad con el portero, hasta que olvidan que el lugar no les pertenece. No tengo ánimo para enumerar las vejaciones que sufrió mi pobre departamento a lo largo del tiempo, sólo diré que ya no renuevo alquileres bajo ninguna circunstancia. El contrato estándar, de dos años, es incentivo razonable para ambas partes. Si alguien insinúa quedarse, lo cual ocurre a menudo, deslizo mi intención de usarlo como vivienda propia, so pena de soportar sus expresiones de confusión y recelo: «¿Esta vieja se cree que puede vivir sola?». Para sacarlos de su estupor con presteza cuento con una modesta rutina de acrobacias; me agacho a revisar el horno, froto con bríos una mancha de grasa del extractor de la cocina, o -mi preferida- ofrezco ayudarles a cargar los bolsos hasta el ascensor de servicio.

La última vez, por suerte, nada de eso fue necesario.

La pareja del pichicho marrón no había dado muestras de querer quedarse. Con el ego algo herido les había consultado en reiteradas ocasiones qué opinaban del lugar, si estaban conformes, etc., a lo que siempre respondían que era un sueño hecho realidad. Finalmente, al año de haberse mudado, confesaron que no podían costearlo. Ahora tenían otra boca que alimentar.

Al enemigo, puente de plata. Rescindimos el contrato con siete meses de anticipación, perdonada y olvidada toda penalidad y con reembolso completo del depósito en garantía. Después de todo, habían tenido el gesto de repintar las paredes y ajustar las manijas de los cajones. Ella, flamante madre desempleada, partió hacia el estacionamiento con su cochecito de bebé destartalado (donación de algún pariente con hijos mayores). Él, padre, abogado en traje de segunda, quedó atrás con su hermano, escribano, para firmar conmigo los papeles de divorcio edilicios.

Pasado el mal trago y expresados los buenos deseos de rigor, quedé al fin en mi preciado espacio, acompañada por los familiares bocinazos de la calle Piedras, un balde, la provisión de productos de limpieza y algún que otro remordimiento descartable. Decidí que para sentirme mejor me adelantaría a la empleada doméstica y erradicaría por mi cuenta los vestigios de los antiguos moradores. A mi edad la mente falla, pero el cuerpo recuerda. Mientras mis labios tarareaban un tango, mis manos iniciaron el ritual de purificación de vinagre de alcohol sobre canillas y espejos. Un pelo enrulado que descansaba sobre el bidet me invitó cordialmente a ponerme los guantes de goma. Luego llegaron la lavandina en gel, el limpiahornos, el fiel escudero Odex y unos seis rollos de papel. Mis ojos saltaban con desagrado de los hongos de la ducha al sarro del inodoro, de las telarañas de las esquinas a los ovillos de polvo tras los muebles. Inquilinos cochinos. La faena fue larga pero satisfactoria. Se me ocurrió que la esperanza también huele a desinfectante.

Desistí de festejar con un duchazo bien ganado cuando encontré un jabón usado, derretido en el ángulo de la bañera. ¿Cómo se me había podido escapar ese detalle? Lo tomé con papel higiénico y lo dejé caer al cesto de basura. Luego procedí a lavarme las manos, que sequé con una toalla verde musgo, convenientemente alojada a mi derecha. Apestaba a humedad y espuma de afeitar. Con un simple vistazo en derredor me reencontré con los hongos, el sarro, las pelusas. Un nuevo pelo negro en el bidet (¿o acaso era el que ya había quitado?) me tentó a coquetear con la locura. Pero no, opté por la huída.

Ya en el pallier de planta baja me crucé al bebé en el cochecito, y mi llanto se unió al suyo. El mundo era igual de incomprensible para ambos. Pude recomponerme a medias tras oir el pitido del ascensor. Mi ex inquilino y su hermano descendían entre risas.

–¿Siguen aquí? –atiné a preguntar. –¿Olvidaron algo?

–¡Lo logramos, corazón! –estiró sus brazos a la espera de los míos. –La vieja nos donó el departamento.

–¿De qué está hablando? ¿Se volvió loco? –Simulé furia, pero sólo tuve miedo. Pensé en el pelo del bidet y lo sentí en la garganta. ¿Era o no era el mismo? En la respuesta a eso estaba la respuesta a todo.

–¡Que está chiflada, mujer! ¡Te lo dije! ¡Tenemos casa!

La potencia casi sobrenatural del beso que me robó me catapultó de regreso al salón comedor del geriátrico, a mi sopa de fideos desabrida, al noticiario de las 11.

NATALIA DOÑATE

12 Comentarios

      • Felicitaciones. Tenés un gusto exquisito por lo estético a la hora de narrar. A mí me gusta lo que conozco de lo que has hecho, aunque no tenga la capacidad de comprender todo, por lo que además agradezco que me quede pensando, ya que nunca viene mal.

        • Gracias por la amabilidad! Aunque, siendo justa, las faltas de comprensión se deben más a fallas mías de redacción, que tuyas de comprensión!

          • No creo, primero porque es literatura y no artículos informativos, y segundo porque el texto lo sugiere, y si el lector no lo capta… Vamos a una base fundamental que muchas veces se nos olvida en sociedad que no todo es comprendido por todos. Hay textos que tienen muchísimos años y se los siguen estudiando y se les sigue sacando el jugo.

              • Si, hablaba de lo general, que incluye tu literatura. Para mí, está genial, pero me siento como si hubiera visto una película que me gustó, en la que en algún momento me levanté para ir al baño y esa pieza del rompecabezas que me faltó me impidió completar el cuadro y ahora la busco por todos lados ja ja. Es claro que la pieza que me falta está en la película, es decir, tu relato. No te voy a preguntar por ella porque le quitamos la gracia. Un abrazo. ( Seguí escribiendo más allá de mi opinión, ya que la literatura es una posibilidad de hacer el bien, y vos lo hacés muy bien )

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