Los encuentros y desencuentros de una pareja de mariposas anaranjadas ocasionaban el único movimiento detectable en el jardín. Natalia consoló la vista en ellas hasta que el sendero saltarín y caprichoso -visible sólo para los seres alados- condujo a las danzarinas a terrenos más floridos. Otra vez la quietud desesperante. Optó por moverse un poco y se dirigió a la cocina. El calor no invitaba a encender el horno, así que recalentó unas papas asadas en el microondas. La sangre le pesaba en las pantorrillas. Sobre los hombros y la nuca, el tiempo.
Desde la repisa de la chimenea apagada, tan preciada seis meses atrás, un reflejo dorado delataba la existencia de un pesado reloj de arena, el único adorno valioso de la casa. De diseño personalizado y exclusivo, el artefacto cumplía su tarea de aprisionar las horas entre muros de cristal y oro peruano.
—Maldita porquería —refunfuñó ella, tras darle unos golpecitos. El contenido se había apelmazado y no caía. Con renovada frustración recordó al tímido dependiente de la tienda, que con voz titubeante había procurado explicarle que la mezcla óptima de relleno no incluía arena. Ella había protestado. «Un reloj de arena, sin arena» qué barbaridad. Al final, se había salido con la suya. Ahora tenía un reloj de arena, que no era reloj.
—Un brindis por el cliente, que siempre tiene la razón —carraspeó, vaso de agua en alto, antes de consumir el líquido a sorbos. La garganta seca la tenía a mal traer desde hacía varios años, más concretamente, desde la muerte de Tomás. Ya no tenía con quién hablar. El silencio reinante, la quietud sin fin y el paisaje de afuera no ayudaban al ánimo de nadie. Una larga sequía había transformado el lago en una mancha marrón y verde, evaporando a su cielo preferido. El que le quedaba -el de arriba- se encontraba obstaculizado por grotescas nubes de cemento.
«Mañana saldré de la casa» se prometió. Necesitaba comprobar que el mundo exterior existía, que no se trataba de un mero cuadro en su ventana. De seguro, a una treintena de kilómetros de allí, la vida citadina seguiría su curso natural; vehículos peleando por el paso, empujones de transeúntes, perros y cochecitos de bebé. La sensación de optimismo creciente le abrió el apetito y se llevó un generoso bocado de papa a la boca.
Minutos después del primer fatídico trago sin aire, cuando sus pulmones al fin dejaban de quemar y una sensación de tibieza relajaba sus músculos, un asomo de sonrisa embelleció su rostro. En la oscuridad envolvente había logrado divisar cómo la arena, ya liberada, fluía rauda por el cuello del reloj.
—Dicen que esta noche llueve —comentó, al pasar, un empleado de la morgue.
NATALIA DOÑATE
Imagen: hourglass-1938677_960_720.jpg (462×720) (pixabay.com)
Há uma passagem, para mim, muito simbólica: a ampulheta aprisionar as horas (o tempo) e depois de sua queda ser apenas objeto. Eis uma questão que ultrapassa todos os horizontes: o tempo e nossa vida. Há talvez uma espécie de liberdade conquistada nesse momento.
Texto muito profundo. Um abraço.
Obrigada Fernando pela sua interpretação tão precisa e explicada em belas palavras. abraço!
Más allá del valor inobjetable del relato, me trae recuerdos vívidos del invierno.-
Gracias Jorge!! Me vendría bien un poco de invierno ahora
Genial Naty.
A veces la vida, se siente como reloj de arena,
Así es! Gracias por pasar 🙂
Es como un café expresso: corto y fuerrte.
Solo, sin azúcar.
El sabor es tan intenso que te deja un regusto amargo.
Eso es porque el calor me tiene de mal humor, jaja. Para azúcar, está el otoño jeje
Hermoso cuento.Lo releí 3 veces para ver el momento justo , porque hubo 2 pasajes q también me parecieron.Hace rato no leía algo breve y tan hermoso.
Gracias Analía por tus palabras tan amables!!!
Que bueno, Natalia. Enhorabuena.
Gracias!! Me alegra que te haya gustado 🙂