El corderito balaba y berreaba atado al poste más próximo al corral. La pequeña Saite sabía lo que eso significaba: John y Mikael estaban en camino. Se despidió a la distancia con pena; otra nubecita sin nombre, sonora y desamparada, por la que no podía hacer nada.
El piloto de la avioneta era un hombre socarrón, pero amable. Sus tirantes y colorados pómulos sobresalían por encima de un tupido bigote gris. Durante la cena solía acaparar la atención de los comensales con estrafalarias anécdotas sobre los políticos con los que se codeaba, dada su profesión. Pero ese tipo de gente sólo le servía para «chapear»; su mayor disfrute era salir a cazar charatas en la Polaris, para que Marta, la cocinera, las hiciera en escabeche. Pasaba la estadía, que promediaba las cuatro noches, repartiendo el tiempo entre los pasajeros y los empleados de la casa vecina. Luego retornaba a su vida en Capital, llevando de obsequio a su mujer un tarro de plástico colmado de huevos de gallina de diversos colores y tamaños, deliciosos, pero inviables para una góndola de supermercado.
Los dueños del campo aparecían un par de veces al año, pues los padres de la niña, ambos ingenieros agrónomos, manejaban el lugar con destreza y los mantenían informados de las novedades a través de distintos recursos de Internet. Algún soñador desactualizado se habría sorprendido al saber que en esa rústica casa de dos plantas, cubierta de techo a suelo por oxidados mosquiteros y de estilo puramente funcional, había computadoras, aire acondicionado, incontables latas de gaseosa de primera marca y un dron. El pueblo más cercano quedaba a seis horas de viaje por un camino que hacía dar involuntarios brincos como si se estuviera andando a caballo; por eso la llegada de John y Mikael era todo un acontecimiento. Traían novedades de otras gentes, regalos, comida empaquetada, artefactos tecnológicos, juguetes y ropa para los niños. Pasaban los días descansando, recorriendo sus dominios a caballo -siempre los más viejos y mansos, pues carecían de habilidad para montar- y tomando mate con los deliciosos chipá de Marta.
Una generosa temporada de lluvias había llenado a tope los tajamares y quitado la sombra de preocupación del rostro de los padres. Saite recogió las mejores mandiocas, zanahorias y puerros de la huerta, dispuesta a tentar a los empresarios con algo delicioso que no fuese su mascota, pero su madre la descubrió y la envió a acicalarse y a lavar los platos. El calor era sofocante. Pronto disfrutaría del aire acondicionado, pues tener invitados implicaba dejar el grupo electrógeno encendido día y noche.
No quería parecer interesada, pero se preguntaba si traerían su patineta. Seis meses atrás había mencionado al pasar -pero con lujo de detalles- qué tipo de rodado le gustaría y los trucos que estaba dispuesta a aprender para entretenerlos a la hora de la merienda. Se sentía optimista. Ató su largo cabello en dos prolijas trenzas y se abocó apresurada a sus tareas. Quería terminar a tiempo de ver el aterrizaje.
Un estruendo la sobresaltó. Por pocos segundos reinó el silencio, pero pronto los gritos y corridas indicaron que algo muy grave había ocurrido. A la distancia, una columna de humo inusualmente negro atraía a los humanos y repelía a los animales. Había visto incendios en varias ocasiones, pero nunca tan cerca de la casa. Solían avanzar como una gran pared. Su padre montaba a la topadora -día o noche- rodeando el fuego para robarle el pasto seco que le hacía de combustible. Esto era diferente. Las llaman permanecían en el lugar, alternando aterradores estallidos con bolas de fuego que se expandían en el aire. Por suerte no había una gota de viento; podrían controlarlo con facilidad.
La puerta de su cuarto se abrió y se encontró con el rostro empapado en llanto de la madre. Hizo ademán de abrazarla, pero ella la esquivó y bajó las escaleras a prisa. Decenas de hombres provenientes del monte cabalgaban en dirección al fuego cual jinetes del apocalipsis. Con ingenio se pegó a los árboles para no ser aplastada y avanzó unos pocos metros. Cuando pudo corroborar que nadie más venía, empezó a correr en dirección opuesta, hacia donde la vida campestre continuaba ajena a la desgracia. Corrió y corrió entre carcajadas bajo el sol abrasador, impaciente por liberar a su corderito.
—Te llamaré “Lucky” —le susurró al oído, mientras soltaba la cuerda.
NATALIA DOÑATE