A los seis años y dos meses de vida, Marcelo conoció a la Muerte. Mientras otros niños cursaban la inducción progresiva de rigor, intuyéndola en la inmovilidad de un sapo al otro extremo de un palito, o en la ausencia sine fine de algún pariente lejano, él la había visto trabajando, con rigurosa profesionalidad, una tarde de domingo en la que se había llevado en andas a su hermano mayor. Tomy trepaba un cerezo negro. Segundos después, Tomy jamás volvería a trepar un cerezo, ni un palto, ni una araucaria. A Marcelo le llevó unas cinco semanas asimilar que Tomy tampoco inventaría cuentos de terror por las noches, ni cambiaría las figuritas difíciles en su nombre en el recreo, ni se daría besos a escondidas con la hija del panadero. Tomy ya no molería a piñas a los niños mayores que molestaban al hermanito. Tomy murió sin el consuelo de que no sería necesario: las pupilas de Marcelo, escarchadas por la imagen de la muerte, se tornaron aventurinas negras que le harían de amuleto por más de medio siglo, hasta perder su brillo entre las aguas grises de las cataratas.
A lo largo de una existencia pacífica y melancólica, Marcelo comprendió que la ausencia de vida no era sólo esa falta de magia que secaba a las ardillas y a los gorriones. Era su amiga, su futuro, su hermano amado. Eventualmente, fue su madre aconsejándole al oído; su padre leyendo un diario infinito; la jorobada del 4B que le regalaba huevitos de Pascua al pie de las escaleras. Era todas sus mascotas de la infancia, el mendigo que se durmió en la acera aquel invierno del ’86, un bebé que no llegó a sonreír. Era dolor, amor, putrefacción (también incienso), velas en la oscuridad, un llanto desolador mechado con las más dulces palabras.
A los noventa y cinco años y ocho meses de vida, Marcelo se preguntó cuándo llegaría su turno de unirse a los demás. Si bien no quería morir, tampoco quería no hacerlo. La segunda opción comenzó a tornarse amenazante durante su estadía en el dormitorio común de un hospital de mala muerte, en el que se encontró durante una epidemia de neumonía. El fantasma de la inmortalidad lo acechaba con sorna por las noches, cuando, en medio del silencio, emergía una tos valiente y lejana, a la que se unían otras cuatro o cinco, como ladridos de perros en la noche. A la suya, nadie la acompañaba.
Ella, convertida ahora en enfermera amorosa y dedicada, se paseaba entre las camas besando frentes y cerrando párpados. Jugaban a no conocerse.
«¿Qué ocurriría si todos partían y él quedaba a solas con ella?» No quería imaginarlo.
Casi como para confirmar sus sospechas, los compañeros de las camas contiguas sucumbieron en los días siguientes. También lo hicieron sus reemplazos. Contra todo pronóstico los alcanzó una enfermera joven y robusta que se había despedido con un “hasta el lunes”, de un lunes que no había llegado. Así fue como supo de la extinción de los lunes. Días después, pereció el sol -que llevaba tiempo sin fuerzas para atravesar los cristales- y junto a él se apagaron los arcoíris, rodaron por el suelo las frutas inmaduras de temporada, se volaron las flores. Suspiraron su último aliento la música, el arte, los recuerdos de los años mozos en una prestigiosa firma de abogados. Sin un quejido se retiró gran parte de la paleta de colores. Sus deudos: el blanco sucio de las sábanas y alpargatas, el gris de las paredes, el azul ambo y el rojo coagulado.
“Todo menos yo” observó Marcelo ya sin miedo, ya sin curiosidad. Ambos habían partido de la mano, sin que nadie les dignara un funeral, pues ya agonizaban las palabras, y con ellas, los pensamientos.
Partió la Esperanza, que, si bien dio pelea, no llegó a hacer honor a la expectativa popular de ser lo último que se pierde.
Lo último, creo que fue la luz.
NATALIA DOÑATE
Como tengo algun tema con la muerte, me toca de cerca por decirlo de alguna manera, me ha dado curiosidad el título de tu entrada y me he quedado a leerla. Me pareció que narra muy bien la perspectiva del autor sobre que la muerte siempre nos rodea, y está muy descriptivo, por eso me gustó mucho.
Protagonista*** quise decir, en vez de autor.
Siempre hay algo del autor 😉
En esta apreciación coincidimos
Gracias por pasar (y quedarte), y por tus amables palabras
Lo leí justo hoy, un sábado para mí, lleno de melancolía y por qué de tristeza, pensando, justamente, en la muerte, ella siempre alojada en algún rincón del inconsciente de todos los humanos. Uno de los cuentos tuyos que más me gustó, además: ¡qué bien narrado, gracias Naty!
Gracias Jorge!! Suele pasar, pero bueno, esos días también nos sirven de trampolín para disfrutar los otros.. con eso en mente, te deseo un gran domingo!
Hermoso.
Gracias, Leandro, por estar siempre!
Impresionante texto. Muy bien escrito, como otros, que también tuyos me han interesado mucho. Gracias por compartirlos.
Gracias, colega! siempre una alegría saber de los que están al otro lado.
Fantástico.
Muchas gracias, Olga!!