jueves, diciembre 26, 2024
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Las noticias de la tarde

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Unos valores de azúcar en sangre algo traviesos determinaron la suerte de Don Carlos. No se trataba de una enfermedad importante. Para ser justos, ni siquiera era una enfermedad aún, pero él lo tomó como una señal para quitarse el peso de encima ante su mujer. La culpa lo había acechado por años; se agazapaba con su cerbatana en la rutina y esperaba los momentos especiales para escupirle dardos en la nuca. Quedaba poco tiempo, ella se adentraba de a poco en la demencia y la necesitaba consciente para absolverlo.

La pobre Amalia, quien aún lo tapaba por las noches cuando refrescaba y le acercaba un whisky con dos hielos si lo veía leyendo junto al fuego. Esa alma de niña que endulzaba sus mañanas con cosquillas y lo llamaba “viejito guapo”. Su mujer. Habían tenido una buena vida. Qué mejor broche de oro que cerrarla en orden y en paz. Tal vez ella también tenía algo que confesar, aunque parecía poco probable. Era un ángel.

Le compró un collar de perlas reales que de tan costoso se veía ordinario y preparó una cena romántica a la luz de las velas. La trató como a una reina. Ella estaba encantada. Después del postre sintió que se le cerraba la garganta. Pero vamos, sólo fue una vez, hace décadas. Ni recuerdo a esa mujer. Carraspeó y con voz ronca, comenzó a hablar.

Qué ocurrió después, nadie lo sabe. El resultado final, un tsunami en la cocina: el suelo cubierto de trozos de vajilla fina que al pisar crujían como caracoles -postal de Shell Beach-, familias enteras de porcelana de Lladró desmembradas, portarretratos desesperados buscando su foto. Cincuenta y dos años de matrimonio hechos trizas.

Yo no los conocía. Lo vi en las noticias de la tarde mientras lavaba los platos. Los ojos muertos de la anciana, sus manos surcadas de venas azules consolándose entre sí, un sendero de sal atravesando las mejillas secas. Labios mal pintados que preguntaban una y otra vez por su marido. El marido, metros atrás en una bolsa de consorcio. Desolador. Los policías iban y venían con la cabeza gacha, sin animarse a mirarla a la cara. Pobre mujer. Los periodistas ávidos de carroña se turnaban para darle picotazos:

— ¿Cómo se siente?

— ¿Lo quería mucho a su marido?

— ¿Se va a sentir segura viviendo en esta casa?

En la pantalla del televisor, una franja roja rezaba:

“URGENTE. ROBO SEGUIDO DE ASESINATO. VIUDA EN SHOCK. CULPABLES EN FUGA”.

Alguien se apiadó de la santa y echó a los reporteros a volar.

—No más preguntas. ¡Respeto por favor!

Cambié de canal desilusionada. Unas treinta personas en escena, entre las que se encontraban los mejores peritos y especialistas en criminalística. A ninguno se le ocurrió preguntar por qué no le habían robado el collar.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/kliverap-40511

Vida de perros

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Disfrutando de una silenciosa mañana me encontraba cuando, distraída, alargué el brazo en busca de una tostada. En su lugar, mis dedos rozaron una fotografía. La tomé. Una versión alternativa de mi hija de seis años, pero con ropa de los ‘80 y una gran cola de lana. Innegablemente yo. El pasado volvía para morderme los talones. Al borde de la mesa, un par de ojos de largas pestañas aguardaban una confesión.

—Sí, hija. A los seis años fui perro.

Me veía feliz en cuatro patas ante la cámara, ostentando la cola de ocho colores tejida por mis abuelas. Le conté la historia y la vi partir, foto en mano y alta resolución en la mirada. Creo que la oí gruñir. Para el mediodía, ya era perro. A falta de lana se había hecho una colita de papel higiénico. Andaba en cuatro patas y olía todo. Le acaricié la cabeza y se sentó a mis pies. Luego, ladró.

— ¡Guau!

Afortunadamente, no había olvidado el español y me hizo de traductora:

—El perrito dijo que quiere comer en el piso.

Me pareció lógico. Le puse un plato con agua, otro con pollo cortadito y un almohadón por si quería descansar. Debe haber un factor hereditario en el tema, porque pronto su hermano mayor -la criatura más paciente y empática que conozco- apareció con una colita también. Mi esposo y yo nos miramos acorralados y nos dirigimos al baño en busca de papel higiénico.

Creímos que sería cosa de un día, pero transcurrió el fin de semana y llegó el momento de volver al colegio. No hubo manera de hacerle entrar en razón; es muy difícil decirle que no a un ser que te mira con las orejas gachas, así que le presté una hebilla para que enrollara su colita y no la retaran en clase. Volvió a casa contenta. Había contagiado a varios amigos de la sala.

Esa noche, sin notarlo, saqué la basura como perro, y sufrí las burlas de un grupo de adolescentes que tomaban cerveza en la esquina. Me limité a tirarles un “¡guau!”, que devolvieron con alegres aullidos. Me acerqué para explicarles la situación y, aunque son mayorcitos, se sumaron al juego. De a poco, el resto del barrio se volvió perro también. Los adultos vivíamos las mismas vidas de siempre, pero había complicidad en nuestras sonrisas. Nos saludábamos por la calle y hacíamos pequeños chistes inocentes, como ponernos dos colas los días que estábamos más contentos. Nuestra transformación había sido doble: éramos perro-niños.

Pequeños trozos de papel higiénico daban volteretas en el aire, se enganchaban en las ramas de los árboles y en las ruedas de las bicicletas. No nos molestaba.

Una mañana fatídica, mi cachorra despertó humana. Le pregunté por su colita y se encogió de hombros.

— ¿Qué colita? Ya soy grande, mamá.

Me quedé helada. El barrio entero nos vio caminar hasta el colegio descoladas. A nuestro paso, los vecinos bajaban la cabeza y se quitaban el rabo. Dejamos de encontrar restos de papel en las zanjas, en las alcantarillas, en las entradas de las casas. La vida nos había cortado las colas.

Una tarde me dirigía al supermercado, cuando la modista del barrio -una anciana encantadora- me susurró con fingida resignación que debíamos plantar más flores. A lo lejos, los vecinos cuchicheaban. Sentí risas infantiles. La nena de los López -Anita, cinco años- tiras de papeles coloridos en los brazos, pasó corriendo a mi lado agitando las alas.

Se había vuelto mariposa.

NATALIA DOÑATE

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La obra maestra

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            Terciopelo rojo, oro en abundancia, una cúpula deliciosa. Era, verdaderamente, un templo del arte, súbitamente profanado por mi presencia imperfecta. Me sentí pequeña y ordinaria. Acarreaba en mi mochila bebida, bocadillos, dinero, y la manta que tejió mi abuela. También un diccionario, pues era sabido que se trataba de una pieza complicada. “Complicada pero esencial para quienes buscan evolucionar como personas”. Una metamorfosis que requería tiempo, pues la obra duraba ocho horas. No podía esperar para conocer a mi nuevo yo.

El público era de lo más variado en edades, sexo y vestimenta. Pero todos irradiaban ese aire de intelectualidad que anhelaba con dolor. Las butacas, algo desgastadas pero cómodas, lucían adornos en los respaldos que evocaban una corona. Todos éramos realeza. Ubiqué mi lugar, di una modesta propina al acomodador y oculté mis humildes pertenencias tras las piernas. Moriría de inanición antes de tomar algo de esa mochila.

Con un susurro mecánico se desvistió el escenario y aparecieron tres personajes encantadores. Vestían trajes estrafalarios y hablaban con grandilocuencia. Mis ojos se ejercitaban siguiéndolos de un extremo al otro, pero mi mente perdió el hilo. Retomé la concentración con un esfuerzo sobrehumano y entendí lo que ocurría. Acto seguido, los perdí de vista.

Llegó el primer entretiempo, y al cobijo del anonimato, una pareja de jóvenes se retiró agazapada. Los miramos con desdén. Brutos. No mucho más que decir. Estarán más cómodos en un teatro de revista.

La obra prosiguió. Había nuevos personajes, que no parecían tener relación con los anteriores, pero que se les asemejaban en el modo veloz e incoherente de expresarse. Ocasionalmente aparecían objetos en el escenario que nada tenían que ver con la trama. Espuma, una bicicleta, un perro. En un momento incluso divisé por detrás al encargado con la mopa. Aún hoy en día me pregunto si era parte de la obra. Mi mochila, ya más confiada en mi regazo, me convidaba pedacitos de turrón.

Súbitamente se cortó la luz. Oscuridad total. ¿Golpe de suerte? Voces anónimas gritaron desde diversos puntos del teatro.

— ¡Perfume de rosas!

— ¡Dos, por favor! Sin pan.

— ¡Oh jovial juventud joven, qué me has hecho!

— ¡Rarrarrá!

Un espectador se apuró en apagar el celular pero recibió un codazo. De a poco mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude distinguir una mesa en el escenario. A su alrededor, cinco sombras humanas recitaban el abecedario por turnos. La escena se repitió tres veces, pero cada vez lo decían más lentamente. Como respondiendo a la última “zeeeeeeta” un foco amarillento se encendió en el palco principal, revelando a una mujer con ropa de época. Miraba hacia un horizonte inexistente hasta que pareció vernos y nos mostró los pechos. Luego pronunció un monólogo en una lengua extraña. Real o inventado, poco lo sé, poco me importa. Lamenté no haber leído más reseñas de la obra, para poder apreciarla un poco mejor. Ya era tarde. Hubo un breve aplauso. Admito que tenía unos senos envidiables.

La oscuridad es un ser hambriento, porque cuando se encendieron el resto de las luces noté que faltaba la mitad de la concurrencia. Lamentablemente el grupo de actores seguía intacto. Miré la hora con ilusión. Sólo habían transcurrido cuarenta minutos. Me rendí. Tal vez el punto no era buscar un sentido, sino dejar que el sentido lo encontrase a uno. Por los siguientes actos dejé que mi mente divagara con libertad. Si el público reía, yo también lo hacía. De lo contrario, movía lentamente la cabeza para no contracturarme. Me dolía el traste. “Mi corona por un cojín”. 

Maldije al crítico de la obra. Le deseé una enfermedad curable, pero humillante, como diarrea explosiva. Ésa sería una crítica linda de leer: “el honorable crítico de arte finalmente mostró su verdadero interior, pura mierda“. Por culpa de sus delirios de grandeza yo me encontraba atrapada en este sitio nefasto. Observé con odio al resto de la concurrencia. ¿Quiénes se creían que eran, para durar más tiempo en el teatro que yo? Pseudo-intelectuales. Hipócritas. En el escenario, los protagonistas debatían sobre diversos temas, intercalando citas, idiomas y referencias ajenas a mi realidad. Al menos alguien la estaba pasando bien.

Como un amanecer en el mar llegó el segundo receso y salí a estirar las piernas. Terminé en el kiosco. Necesitaba golosinas más que nunca. Un hombre corpulento de incipiente calvicie me encaró.

—Disculpe, ¿viene de ahí dentro?

—Sí, señor, pero no me estoy escapando, vea, sólo compro unos snacks. —Me apuré a mostrarle la bolsa de gomitas.

El hombre sonrió. —Leí una crítica de esta obra y dicen que es brillante, pero me pregunto si vale la pena dedicarle las ocho horas que dura.

—Oh, ¡sí que vale la pena hombre! Cada minuto.

Satisfecho con mi respuesta, se incorporó a la fila de la boletería. Pass it forward, infeliz.

Yo aproveché para ir al baño. Al de mi casa, que queda a veinte cuadras. En el trayecto del colectivo me empaché de golosinas y de paisajes mundanos, llenos de historias profundas que contar. El viento jugaba con mi cabello y el sol asomó entre las nubes para bautizar mi frente. Efectivamente, era otra.

EPÍLOGO

Despertó desorientada por el silencio. En derredor se esparcían restos de comida y vasos de plástico. Una billetera atrapada en una butaca la observaba con tristeza, su interior semi-abierto mostrando los billetes. Con un escalofrío supo la verdad. Ella no volvería. Era una mochila más olvidada en un teatro.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/raphman-33709

Otro cuento de Juanito

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Madera, paja, barro. Unidos, formaban la choza menos estética que habían contemplado mis jóvenes ojos. En torno a la misma, numerosas piedras de diversas formas hacían a su vez de mesas, asientos, montañas y hasta un pequeño sistema solar. La más imponente era “el trono”. Quien se sentara en él podría elegir el cuento del día. Ese jueves era mi turno.

Del interior de la vivienda surgió la voz de un anciano.

— ¡Bienvenidos, aventureros! ¿Qué historia desean escuchar hoy?

Exigí con la autoridad propia de un rey:

— ¡Quiero un cuento de Juanito! Algo de… ¡de Juanito y su perro!

Mis amigos protestaron fastidiados. ¡Siempre lo mismo! ¡Queremos guerreros y caballos!

Pero reglas son reglas y el viejo arrancó su relato: “Érase una vez un niño llamado Juanito”…

Al poco tiempo, los demás perdieron el interés. Yo seguí yendo por mi cuenta, para pedir una y otra vez un cuento de Juanito. De tanto en tanto me encontraba a Carla, la vecinita de al lado, con quien compartíamos el trono y comentábamos las historias. En el camino de vuelta comíamos semillas de girasol y escupíamos las cáscaras. Ella quería viajar, al igual que nuestro querido personaje, y codearse con piratas, sirenas y ladrones.

A menudo encontrábamos restos fósiles de otros peregrinos: gafas, una cantimplora, juguetes varios y hasta una brújula dorada. Recuerdo el dolor de no poder llevarme esa última. Intuía que su dueño volvería por ella. Otras veces me cruzaba con una mujer del barrio, una viuda de largos cabellos enrulados que siempre dejaba una manzana o alguna otra fruta a la entrada de la choza. Esperaba a que se fuera desde una distancia prudencial, pues siempre estaba llorando y sonriendo, lo que me incomodaba. En una ocasión encontré a un niño de ojos rasgados sentado en mi trono. El viejo le hablaba en un idioma extranjero mientras él jugaba con su balero.

Los años pasaron velozmente y me encontré con dieciocho años, algo rezagado, aun acudiendo a mis citas ante la choza. Hacía rato que había descubierto cierto paralelismo entre Juanito y Simbad el marino, pero guardaba el secreto, incluso ante Carla. Ahora  prefería recopilar información sobre el mundo, sus paisajes y costumbres. El viejo lo sabía todo, incluso que yo preparaba mi partida. Una tarde fui recibido con silencio y una manzana podrida. No regresé.

Para mi cumpleaños número veintiuno, preso de la nostalgia, pedí a mis amigos que me acompañasen una vez más. Héctor había seguido la tradición familiar y se dedicaba a la pesca. Mario, en cambio, se había empeñado en conquistar a Laura, la hermana de Héctor y formaban una hermosa familia. Preparé sándwiches, cervezas y nos dirigimos al lugar. El viejo llevaba alrededor de un año desaparecido, lo que había coincidido con la muerte de un mendigo del barrio. Nadie había osado establecer conexiones ni entrar a la choza, pero algunos niños del barrio lloraban preguntando por Juanito, ante la mirada atónita de los padres. Brindamos en su memoria y desde mi trono (derecho de cumpleañero) compartí las noticias de mi inminente viaje con Carla. No era ningún secreto que ya no éramos solo amigos.

Y atrás quedó el pueblo. Europa fue el primer destino de muchos y viajar se volvió nuestro modo de vida. Aprendimos idiomas y nos perdimos entre las gentes y culturas. En algún momento entre los treinta y uno y los treinta y dos, entre Escocia e Irlanda, nuestros caminos se bifurcaron. Me encontré tiempo después volviendo solo, a los cuarenta y cinco años, para cuidar de mis padres, que poco a poco se desvanecían.

Instalado provisoriamente en mi antigua habitación, me incorporé una mañana cual sonámbulo y tomé el camino hacia la nostalgia.

Me recibieron los mismos sonidos, los mismos olores. El canto de pájaros, tataranietos de los de aquella época, era alegre y gozoso. La choza seguía en pie, igual de tosca, pero más pequeña, como es natural que ocurra. Me acerqué con cariño y por primera vez sentí el impulso de entrar. Adentro, un colchón sucio, restos de envases cuyo olor había expirado hacía tiempo y un gran banco rústico de madera atestiguaban que allí había habitado una persona de carne y hueso. Sobre el desvencijado mueble, acomodada con cuidado y cubierta de polvo, estaba la brújula. Comprobé que aún funcionaba y ésta vez la sentí mía. Lloré entre sonrisas, hasta que sentí una presencia afuera.

De pronto, golpes y gritos. Espié por una rendija. Unos niños juntaban cascotes y se divertían arrojándolos a la choza. Me sentí enfurecido ante tal falta de respeto. Alcé la voz para reprender a los maleducados, tal vez incluso asustarlos, pero sólo atiné a decir:

— ¡Bienvenidos, aventureros!

A mi abuelo Ángel y a Juanito, nuestro compañero de aventuras.

NATALIA DOÑATE

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Un lugar para todos

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ANUNCIO A LA POBLACIÓN: Estimados habitantes de la Comuna 835, sector B. Luego de una búsqueda exhaustiva le damos la bienvenida a nuestro nuevo especialista en lenguaje, Mr. «R», quien se encargará de los comunicados del Ministerio de la Paz. Sin más preámbulos, los dejo con él.

Mr.»R»: Buenos días. Estoy muy complacido de estar aquí con ustedes. Procedo al informe del día:

  • Hemos erradicado finalmente el vocablo «human…». Ustedes saben cuál.
  • Aquellos términos que resultan ofensivos por su connotación negativa han sido correctamente reemplazados por eufemismos.
  • Por otro lado (y no menos importante) hemos añadido con éxito la connotación negativa a la palabra «mérito».
  • Además de «vocales» y «consonantes» ahora contamos con «bilabiales», «labiales», «abiertas», «cerradas» y otros términos que saldrán impresos en el diccionario de las 14:48. Para ser justos ya existían, pero daremos mayor difusión a su uso.
  • Por último, hemos recibido sus reclamos sobre la altura de las letras «L» y «T» y procederemos a suprimirlas definitivamente del alfabeto, para así terminar con el concepto de superioridad.

Les rogamos que sean pacientes. Desde que descubrimos que el lenguaje no es arbitrario estamos colapsados de trabajo. Con tiempo y tolerancia haremos un mundo en el que todos estemos cómodos.

De momento me despido. Habrá nuevos anuncios en veinte minutos. Gracias por su atención.

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ANUNCIO A LA POBLACIÓN Y A LA NO-POBLACIÓN: Habitantes a quienes no les importa si les estimo o no y que pueden o no pertenecer a la Comuna 835, sector B. Luego de una búsqueda exhaustiva le doy la bienvenida al nuevo especialista en lenguaje, Mr. «R», quien se encargará de los comunicados de Ministerio de la Paz. Sin más preámbulos los dejo con él. Pido disculpas si alguno se sintió ofendido…

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ANANCAA A LA PABLACAAN: Astamadas habatantas da la Camana 835, sactor BA. Laaga da ana básqaada axhaastava damas la baanvanada al nasatra naava aspacaalasta an langaaja, Mr. «R», qaaan sa ancargará da las anancas dal Manastaraa da la Paz. San más praámbalas las daja ál…

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Apanupunciopo apa lapa popoblapaciopon: Epestipimadopos hapabipitapantepes depa lapa Copunupumapa 8po3po5po, sepectopor Bpe. Luepegopo depe upunapa bupusquepedapa epexhapaustipivapa dapamopos lapa biepenvipidapa apal nuepestropo nuepevopo epesciapalipistapa epen lepengupuajepe, Mr. «Rpe», quiepen sepe epencapargaparápa depe lopos apanupunciopos depel Mipinipisteperiopo depe lapa Papaz. Sipin mápas prepeápambupulopos lopos depejopo copon épel…

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ANUNCIO A LA POBLACIÓN: Estimados Habitantes De La Comuna 835, Sector B. Luego De Una Búsqueda Exhaustiva Damos La Bienvenida A Nuestro Nuevo Especialista En Lenguaje, Mr. «R», Quien Se Encargará De Los Anuncios Del Ministerio De La Paz. Sin Más Preámbulos Los Dejo Con Él…

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URGENTE: Interrumpimos los anuncios del día para informarles que Mr. «R» ha sufrido una crisis vocacional y no podrá continuar con sus funciones. Lamentamos su baja. Recibirá un premio a la trayectoria por su extensa duración en el puesto.

Mientras buscamos un reemplazo, los dejamos a la escucha de sus palabras de despedida:

«Que se vayan a cagar»

«Pueden irse a cagar si así lo desean, perdón si los ofendí»

«Qaa sa vayan a cagar»

«Quepe sepe vapayan apa capagapar»

«Que Se Vayan A Cagar»

«111 0011001 101 2″…

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/rvthomas-40015

Fidelidad

7

Me despertaron unos redobles de tambor en la sien. Era mi corazón, que pujaba por vivir. De a poco se fueron arrimando otros sonidos extraños. Bip. Bipip. Túúúú. Alguien tomaba mi mano amorosamente.

-¿Mamá?-

-Shh… no hables por un rato, hija-.

Una enfermera daba golpecitos suaves a la bolsa del suero. Seguí la línea del cable hasta un moretón en el dorso de mi mano. Mejor mirar para otro lado.

Deslicé con cuidado mi mano derecha -la que no había sido amasijada- hasta mi pecho. Vendas. Dolor. Luces brillantes. -¡El accidente!- pensé. La mano de mi madre se veía manchada y azulada. Pura vena. La apreté suavemente y me miró con emoción. Su rostro, vacío y enjuto, pero con ojos que irradiaban un amor incondicional. Los años no la habían despojado de su hermosura.

En un sillón apartado se encontraba mi padre hablando por celular. Apenas me miró. No sabrá qué decir, pobre. Le voy a dar más tiempo. Encorvado, canoso, pequeño.

Cómo han envejecido. Quién sabe cuántas cosas me perdí, pero ya no importa queridos padres, ya estoy acá. Yo los voy a cuidar a partir de ahora.

Quería hacer la pregunta,  pero aún no estaba lista para escuchar la respuesta. Opté por hablar de nimiedades.

-¿Qué tal la comida de acá?-

-No lo sé, querida, almorzamos acá en la esquina-.

-¿Habrá algo bueno en la televisión?-

-Probablemente nada interesante amor. Igual ya nos estamos por ir en un ratito-.

No querían darme demasiada información de repente. Entendible. Pero el choque con la realidad era inminente. Había que preguntar. Pronto.

-¿Y Lucho? ¿Qué fue de su vida?-

Lucho, con sus ojos amables, sus manos enormes deformadas por años de básquet. Lucho, que en otras circunstancias probablemente habría sido mi esposo. ¿Habrá tenido hijos? ¿Un varoncito, como él quería?

-Está abajo tramitando el alta, ¿necesitás que lo llame?

Mi corazón estalló en júbilo y gratitud. No lo podía creer. Amor verdadero. Me largué a llorar descontrolada. ¡Me esperó! Quién sabe por cuántos años. Pronto nos reencontraremos, amor mío. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué no está aquí a mi lado? Años postrada, cabello sin teñir, ni una manicure. Debo ser un monstruo.

-¿Cómo me veo?- Pasé los dedos desesperada por mi rostro. -¡Un espejo! ¡Necesito un espejo ya!-

-Tranquila, querida, estás vendada, no te vas a poder ver por unos días- me quiso tranquilizar mi madre.

-Pero…  ¡mi cara! ¿Cómo está mi cara?

-Bien, querida, todo lo bien que se puede esperar en esta situación.

Suficiente. La pregunta.

-¿Cuánto tiempo estuve en coma?- 

-¿Qué coma? Te viniste a hacer las lolas, apenas te sedaron. ¿Estás bien, Florencia?-

Por el rabillo del ojo vi como mi padre escupía el café.

NATALIA DOÑATE

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Uno de miedo

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ADVERTENCIA: Esta historia no es apta para escritores impresionables.

En un paraje húmedo de dudoso acceso, bajo una estaca a modo de cruz y sepultado bajo toneladas de experiencia terrenal y excremento de críticos literarios, yace mi “escritor ideal”; ese desgraciado ser prodigioso que, sweater a cuadros y taza en mano, narraba con ojos ciegos a este mundo lo que veía en el otro, el de los iluminados. Unos cuantos sorbos de café y voilá, masterpiece.

Todavía recuerdo la última vez que lo imaginé, tipeando verdades paralelas en su Royal Underwood tras una ventana empañada, en uno de esos edificios industriales con ladrillos a la vista. Ahora que lo pienso, tal vez lo confundí con un filósofo -no sería el primero en ser engañado por uno. En cualquier caso, mi relación con la escritura no es lo que esperaba. Es dependiente. Ingrata. Enferma.

Muchos lo ignoran, pero escribir duele. Tanto como entrenar para una maratón, o como mantener un romance incipiente con una mujer más joven. Duelen otras partes, claro está. La espalda, el cuello, detrás de los ojos, y últimamente, la mandíbula. Me hace bruxar por las noches mientras calculo cuántas horas me quedan de sueño, o mejor dicho, de insomnio, si es que tengo suerte. Lo peor son las pesadillas repetitivas, que exigen un gran esfuerzo mental. Paso gran parte de mis noches intentando resolver paradojas. Una mañana desperté tan afectado que quise sumar un número “x” al “concepto de medialunas”. Mi cerebro tiene todos los cables pelados.

Peligro – Alta tensión. No tocar.

Soy un paria. Soy esa presencia obtusa que nadie nota en las reuniones. Como una sombra, pero menos abnegado, porque encima tengo el tupé de ocupar un asiento, de tomar una copa de vino, de probar un canapé. El único indicio de pertenencia a este plano de la realidad es que tengo apodo: “Elido”. El-Ido. Algo es algo.

Como no-podía-dejar-de-pensar, decidí tomarme un descanso forzado. Nada extraordinario, sólo un día entero sin escribir. No fue fácil. Desperté temprano, pues no tolero el ocio ni siquiera en vacaciones -qué va; especialmente en vacaciones- y opté por limpiar a fondo la casa. Entorno ordenado, mente ordenada. Dos bolsas de consorcio rebosantes y la mesa del comedor aumentó de tamaño. Tomé una mopa, ilusionado con descubrir de qué color era realmente el piso del living. Ahí empezaron los problemas. Voces.

“Esa chica que siempre pelea con todos, siempre conflictiva. Hay que elegir las batallas. ¿Que cuál elegí yo? ¡Todavía ninguna! Ah, pero cuando lo haga… ya van a ver”.

¿Locura? Para nada. Mi cerebro, extenuado pero diligente corcel de metal, había reanudado sus tareas, metódico, ajeno al hecho de que no había ningún jinete en la calesita. Un autómata. Interesante, pero mi fuerza de voluntad es fuerte y no me iba a rendir así nomás. Puse un viejo rock a buen volumen y canté como un poseso un tema de Bon Jovi.

Funcionó. El carrousel del infierno se detuvo con un chirrido. Chispas. Había logrado hacer eso que los mortales llaman “distraerse”. Thanks, Johnny.

Casa limpia. Hora de almorzar. Nada de emparedados improvisados. Toda mi energía se centró en un lomo con verduras al horno. Mientras cortaba las papas al estilo rústico, como me gustan, pensaba:

Sin tan sólo hubiese sabido, que luego de años de trabajo arduo en el campo podría haber estado preparando una comida, en el horno de mi propio hogar“.

Pero… ¿qué campo? ¡Si yo nací en Capital! ¡Fuera, idea, FUSH, FUSH! Vete a buscar a otro escritor que te aprecie. Sacudí con fuerza un repasador y abrí la ventana de la cocina para dejarla huir. La vi rebotar atontada contra el vidrio para luego perderse en el horizonte sin mirar atrás. Espero que algún escritor le haya dado un buen hogar.

Por la tarde salí a pasear por el barrio. Descubrí un nuevo restaurante encantador. Tenía un balcón en el segundo piso que pedía ser el escenario de un encuentro romántico. Tal vez un día, superada la obsesión por escribir, yo podría ser el protagonista. Conocería a una bella señorita a la que le explicaría que Romeo era un cobarde que buscaba una excusa para suicidarse desde el comienzo de la obra. Ella tendría un vestido rojo con flores, cabello ondeado y ojos llenos de admiración: 

“Se encontraron en el icónico balcón y reescribieron la historia. Dos almas viejas que se llamaban a través de los siglos”.

— ¡NO! —Grité con autoridad suficiente para ahuyentar a la idea. Y a la gente del bar. Y a una anciana que cruzaba la calle en mi dirección y cambió de opinión repentinamente. Casi pasa al otro lado sin haber llegado a la otra esquina, la pobre.

Volví a la privacidad de mi departamento. Agotado. Apoyé un almohadón en el suelo -que al final resultó ser beige- y, cruzado de piernas me puse a meditar. Me encontraba en la exhalación número veintitrés cuando una luz anaranjada iluminó mis párpados cerrados. No era mi alma en éxtasis que pujaba por salir de mi interior -de hecho ya estaba bastante aburrido-, sino el mismo atardecer de cada día, que, curioso ante el sujeto al que no lograba conmover jamás, pasó a hacerme una visita.

El sol, “redondo y pleno como una yema de huevo, se había pinchado y derramaba sus entrañas sobre el horizonte…”

— BASTA.

Cerré las cortinas. El día era lo suficientemente mayorcito para irse a acostar sin mí. Encendí el televisor. No entiendo por qué dicen que hace mal mirar pantallas antes de acostarse. Esa noche dormí de maravillas.

Desperté renovado, sudoroso pero libre de los temblores de la abstinencia. Tras una breve ducha purificadora en mi baño, ahora impoluto, salí al balcón. Café y notebook en mano, mente fresca y despejada como la mañana. La ciudad despertaba poco a poco, a excepción del puestito de diarios de la esquina, que, extrañamente permanecía cerrado.

Las hojas de los árboles se habían teñido de ocre ante un otoño inminente. Una rubia arrebatadora con una maleta antigua corría apurada el colectivo. El verde fosforescente del césped de la plaza le ganaba una vez más la batalla al gris pálido del rocío. El cielo, azul radiante.

La pantalla de mi ordenador, blanca.

Nada.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/tvvoodoo-44650

Reverberaciones de amistad

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A la temprana edad de los cinco años conocí a quien, hoy con cuarenta y dos, continúa siendo mi mejor amigo. En esos días muchos compañeros de Salita Celeste tenían la costumbre de hablar solos. Especialmente Mariana, la nena de trencitas castañas y pecas en la nariz que olía a cerezas. Cada vez que me acercaba a hablarle, ella estaba ocupada secreteando con Carlitos. Si había un asiento vacío a su lado, Carlitos ya estaba sentado ahí. Como Carlitos era invisible, yo arrojaba patadas al aire, con la esperanza de cruzarlo. Más de una vez le debo haber embocado. Hubo un tiempo feliz (que justo coincidió con la época en la que trabé amistad con Romina) en el que Carlitos sufrió una fuerte gripe y faltó a clase, pero se recuperó abruptamente el día que retomé mi relación con Mariana. Como verán, no era muy afortunado en el amor y esta situación no ha mejorado al día de hoy.

Pero con la amistad fue diferente. Ese verano conocí a Tomás. Me encontraba con mis padres de vacaciones en Pirámides, Chubut. Se trata de un golfo ubicado en la península Valdés. Una zona turística de aguas frías cristalinas y avistaje de ballenas y lobos marinos. Rodeando la playa se encuentran unas cavernas rocosas características de la zona, capaces de hacer sentir pequeño al más engreído de los sujetos. A Carlitos, por ejemplo. Y se hacen respetar. De día ofrecen protección, pero cuando la marea sube se transforman en una trampa mortal. Algo así como una planta carnívora de piedra.

Ese año no vimos ballenas, sí algún que otro lobo marino, pero la gruta, oscura y fría en medio de esa playa llena de vida, era un agujero negro que chupaba toda mi atención. Una tarde en la que mi padre dormía la siesta, me asomé a su boca abierta.

Algo resonaba en su interior. Llamé.

«Hola ¿hay alguien ahí?»

Se escuchaba una voz alejada, pero no comprendí lo que decía, así que insistí:

«Soy Esteban. ¿Cómo te llamás?

(Muy a lo lejos, entendí) «¡Tomás!»

«¿Tomás?»

«¡Tomás!»

Tomás era de pocas palabras. La mayoría de las veces yo hablaba y él escuchaba. Le gustaban mis historias: le contaba de mi perro Bobby -que había quedado al cuidado de una tía- y de mis amigos del colegio. Pero sobre todo de Mariana. Cada tanto, me entusiasmaba y e inventaba anécdotas, como la vez que me enfrenté a dos chicos de sexto por el honor de Mariana. Era inocente, Tomás. O tal vez un buen amigo, y el inocente era yo.

Una tarde mi padre me encontró en la entrada de la cueva hablando solo y me explicó lo que era el eco, cómo las ondas se reflejan en la superficie y regresan al emisor. En conclusión, mi mejor amigo, era yo mismo.

Al principio estaba desolado. Nunca me había sentido tan escuchado y admirado. Ya de regreso en casa, hice una prueba y lo llamé con la mente.

«Tomi, ¿estás ahí?» Esta vez lo escuché fuerte y claro.

«¡Acá estoy, amigo! ¡Sí que lo engañamos a tu padre!»

Desde ese día, fue Mariana la celosa. Tomás era más inteligente y divertido que Carlitos. Me soplaba en los exámenes, me contaba chistes. Pero eso fue hace muchos años. La gente cambia.

Hoy en día es un adulto muy intuitivo que me dice en quién confiar y en quién no. A veces me da órdenes y, si bien no estoy siempre de acuerdo, yo le hago caso. Tiene un carácter podrido cuando se enoja.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/buzzybee-44607

Testigo

2
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Es desolador, querida mía, que te estés perdiendo este prodigio. Desde mi ángulo tu mejilla parece un duraznito pasado. Te hago cosquillas con la nariz y con el corazón empachado de fruta duermo una siesta en tu cuellito transpirado de tortuga. Nunca dejes de oler así.

Abro los ojos algo atontada. ¿Ya pasaron diez meses? Con tu hermano te vemos romper todas las reglas de la física y la biología al cruzar el living caminando, sin haber dado nunca un primer paso en falso. Al final te caíste, pero el triunfo no te lo quita nadie. Ay, ¡si hubieras visto tu carita! ¡Conquistaste la luna! Te oigo llamarme «mamá» y trato de recordarlo para siempre. Pero otros «mamás» se superponen, tu voz cambia y apenas me quedo con un eco.

No sé cómo pasó esto, pero de pronto hablás a la perfección. Y sos tan ingeniosa. No existe un día aburrido a tu lado. Pero hoy por primera vez dijiste «pequeño», en lugar de «quepeño». Sé que no tuviste mala intención, pero el mundo pasó a ser un lugar más frío. Me aferro a vos en un abrazo que busca ser eterno y cuando te suelto… ¿te pusiste más alta, tramposa?

Juntas armamos tu casita de muñecas y quedó preciosa. Luego te ocupaste de llenarla de vida, de muñequitos, muebles, comida y mascotas. Puedo ver tu alma en cada rincón de esta casita. Te observo jugar desde la puerta del dormitorio, arrodillada en el piso, tan cuidadosa que no se te pierde ni una cucharita. Pero una sombra de preocupación oscurece el cuarto. Estás haciendo demasiadas preguntas, últimamente: «¿cómo hace Papá Noel para recorrer todo el mundo en una noche? ¿no se cansan los renos? ¿hace los regalos o los compra en la esquina?». Abro los ojos de par en par, decidida a no parpadear, a no perderme nada. No me cortes la ilusión, te lo pido por favor. Yo también necesito darte magia a veces.

Me ves ahí parada, mejillas empapadas y te preocupás.

«¿Estás triste, mamá?»

«Claro que no, hermosa. Sólo estoy tratando de detener el tiempo».

¿Me vas a creer cuando te diga que tuviste la infancia más maravillosa? Temo que, distraída con el mundo, te la estés perdiendo. Igual no te ofusques, hijita. Mami está atenta. Yo te voy a recordar todo.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/melodi2-44775

Control freak

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            ¡Pero claro que soy feliz acá, faltaba más! Me atienden como a un rey. La pesadilla la sigo teniendo, eso sí, pero todo no se puede. ¿Cómo que cuál pesadilla? ¡La que inició todo esto! ¿No la tiene anotada ahí en su libretita? Ah, es nueva usted, claro. Deben tener unos sueldos espantosos, pobrecita, nadie dura más de tres meses en este lugar. Bueno, es su día de suerte, me agarró con paciencia. Vamos desde el principio:

Estoy en casa. Bueno, mi casa de la infancia, la mayoría de las veces. Todo está en penumbras y comienzo a sentirme un poco solo y desamparado, entonces enciendo el velador.

Nada

Pienso que tal vez se quemó la bombilla, y me incorporo a prender la luz de la habitación. Apenas tira un destello lúgubre y se apaga. Entiendo que no se trata de un corte eléctrico, porque estos no suceden de esa manera. Digo, la luz artificial no se consume suavemente, como una vela. Se apaga de golpe. BANG.

Siento el miedo trepar por mi espalda y los latidos de mi corazón en la garganta. Trato de no entrar en pánico. Camino apurado por la casa, encendiendo lámpara tras lámpara en vano. Cuando estoy llegando al límite del terror, despierto en mi habitación a oscuras. El cuerpo tenso como si se tratase de rigor mortis. Y ahí, de a poco y con mucho esfuerzo, logro mover la punta de los dedos, luego los brazos y finalmente se hace la luz.

Terrorífico, ¿no? Es por eso que decidí trabajar en mis sueños y hoy en día soy un gran referente (sino el mejor) en lo que al mundo onírico se refiere. Verá, el primer paso es aprender a darse cuenta de que se está soñando, sino mucho no se puede hacer (y por favor, no me venga con eso del vaso de leche tibia antes de dormir y demás fantochadas). En mi caso la revelación ocurrió una noche en la que me sentía particularmente asustado. Había algo agazapado en mi habitación y tenía poco tiempo, así que acorté camino saltando por las escaleras y caí en cámara lenta. Entendí que soñaba.

Con el tiempo y la experiencia empecé a notar que me encontraba en lugares sin saber cómo había llegado hasta allí. Lógicamente, eran sueños. De a poco me volví un experto en el tema. Hasta escribí una guía con “los sueños más comunes” que puede utilizar como referencia, se la puede pedir a cualquiera acá, soy bastante famoso. Es fácil, una vez que le agarra la mano. Si igual tiene alguna duda de estar soñando -suele pasar- puede efectuar pequeñas pruebas, como saltar, volar, hablar con los animales (y que le respondan). Cualquier no-semejanza con la realidad, BANG, es un sueño.

Pero, verá, yo soy de naturaleza curiosa, y con el tiempo sentí que con saber la verdad no era suficiente. Lo que realmente quería era terminar con la maldita pesadilla. Ensayo y error mediante (método científico, no la quiero aburrir) descubrí que podía despertarme antes de tiempo si me “suicidaba”. Ya sabe:

buscar un lugar alto,

saltar,

vértigo en el pecho,

despertar.

Fácil, ¿no? Así alcancé la última etapa. El master, se podría decir. Controlar los sueños. La clave es la paciencia. Dígame: ¿qué cree usted que ocurre cuando uno se da cuenta de que sueña y, embriagado de poder piensa: “voy a volar, voy a ser millonario, quiero que diez modelos (no, veinte modelos) caigan rendidas a mis pies”? Se despierta, por supuesto. Y muy frustrado, debo decirle. Verá, el cerebro es estúpido, pero no tanto. Es menester conservar la calma, engañar al inconsciente.

Yo, por ejemplo, cuando me siento nostálgico pienso: “voy a salir a dar un paseo, a ver si POR CASUALIDAD me encuentro con Hannibal”. Y BANG, ahí está mi gato fallecido, guiñándome un ojo desde la medianera. A menudo tengo charlas interesantes (esas, si me disculpa, me las reservo) con mi mejor amigo que falleció en la guerra. Me he ahorrado años de terapia, con esta técnica. Y probablemente de cárcel también, si es que usted sabe a lo que me refiero. Vamos, no se haga la desentendida. He tenido todo tipo de aventuras ¿quién no lo haría?

Lo único, le aconsejo, no cometa el mismo error que yo. La experiencia nos hace entrar en confianza y por nada del mundo hay que saltearse el primer paso. El de corroborar que se trata de un sueño.

¡Pero claro que es por eso que estoy aquí ahora! Míreme, joder. Loco no estoy -tal vez quiera anotar eso en su libretita. Pero no se preocupe por mí, que mal no la paso, como le decía. De noche puedo hacer lo que me venga en gana -incluso con usted, señorita- y de día estoy tranquilo y bien atendido. Si las pastillas me juegan una mala pasada y la pesadilla vuelve, sé que al despertarme va a haber luz.

Verá, aquí nunca apagan la luz.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Ondrej Supitar, en StockSanp.io | CC0