jueves, diciembre 26, 2024
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El que sabe, sabe

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Verano.

Adentro, dos hermanos de once y ocho años juegan ajedrez bajo el cobijo del aire acondicionado.

El público: dos perritos de peluche (uno es tan realista que impresiona), una vaca-escocesa-made-in-China (aquí responde al simple nombre de “Vacaponi”) y una oveja de plástico que, en un esfuerzo por distinguirse del rebaño, se ha puesto una gomita de pelo anaranjada a modo de collar.

Las reglas están claras y se respetan a rajatabla. Cada pieza ocupa su posición inicial y hay que moverse por turnos. El caballo avanza en “L”, el rey, de a un lugar por vez. La reina es libre pero conviene cuidarla, o la partida se extenderá indefinidamente.

Tanto la estrategia como el pensamiento a largo plazo duermen la siesta.

Un alfil heroico mata a un peón, para luego morir en manos de otro -¿quién le baja los humos ahora? La torre negra, indecisa, avanza y retrocede posiciones sin ton ni son y el caballo blanco sufre de un trastorno de personalidad en el que se cree cabra. El único que parece disfrutar del juego es el rey, quien anda a los saltitos entre cuadros (uno negro, uno blanco) como si de charquitos de lluvia se tratase. La reina lo observa con resignación. Demencia, probablemente.

De pronto, la torre tiene una epifanía y cruza el tablero de punta a punta cual jugador de fútbol en posición adelantada.

Jaque mate.

El público se retira satisfecho, a excepción de Vacaponi, que hace un berrinche revoleando piezas por toda la mesa. Los niños ríen.

Cualquiera diría que no saben jugar. Yo digo que saben vivir.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/kd5ytx-32181

Espejito, espejito

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La cafetería de la esquina del gimnasio, una franquicia más de esas tantas donde -sonrisa mediante- te preguntan el nombre sólo para luego escribirlo en un vaso de plástico para llevar; lugar de relaciones y dietas rotas, tenía planes para mi humilde persona esta mañana. Presentarme a Analía.

Hubo complicidad entre el vendedor -quien tenía muy mala letra- y el pequeño espejo del mostrador, que aprovechó mi distracción crónica para engañar a mis ojos con su reflejo distorsionado, pero simétrico, de la realidad, y me hizo leer “ArIANA”. En cualquier caso los esfuerzos de ambos habrían sido en vano de no ser por la misma ANAliA, que, ajena a sus elucubraciones, seguía con vista atenta a su café.

Resulta que a ambas nos gusta aguado, con leche descremada y un “toquecito” de esencia de vainilla. De no ser por ella, habría seguido con mi día irresponsablemente invertida, tomando el reflejo de mi café con la mano izquierda. Una casualidad llevó a la otra y la suma de todas -sólo una mesa libre frente a la ventana, edulcorante, “mi cita me plantó”- terminaron en una causalidad. Nos sentamos en la misma mesa a desayunar.

Analía es intensa y súper ácida. Ni un dejo de vainilla. Nos entendimos perfecto. Charlamos por más de dos horas, riendo con esa risa genuina que no necesita alcohol de por medio. Uno a uno rompimos a conciencia todos los protocolos de conocer a alguien. Y lo disfrutamos. Contamos intimidades, nos burlamos con cariño de nuestros maridos y hasta hicimos algún que otro chiste picante. Descubrimos que ambas odiamos a las masas, que sentimos que no encajamos. Elegimos exigirnos, darnos la cabeza contra la pared, conocer gente auténtica, única.

Sentados frente a frente, nuestros cafés se entretenían comparando sus reflejos en la ventana. Para la segunda ronda habíamos intercambiado nuestros nombres a propósito (el vendedor nunca se enteró) y caído en la cuenta de que nuestros hijos iban al mismo colegio. Y sí, los “grupos de mamis” son terribles, pero no tanto como las redes sociales, que le arruinan la cabeza a cualquiera. ¿Mencioné que a ambas nos gusta el helado de menta granizada y las pasas de uva en las empanadas? Es crucial.

Después nos pusimos serias. Porque hay que saber ser serio, también. Compartimos información interesante sobre la VISA y sobre la ciudadanía italiana. Hablamos de los sueños que se quedaron en el camino y de los otros que se cumplieron, pero que no resultaron como esperábamos. A las dos nos pasa que somos tan frontales, que cuando hablamos en serio, la gente cree que se trata de un chiste.

Nos despedimos con un abrazo –vale aclarar que no somos de las que abrazan. Un transeúnte distraído diría que fue amistad a primera vista.

Yo espero no verla nunca más.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/bryanscott-46851

Conflicto resuelto

1

La vi.

Una tras otra habían desfilado las mañanas de enero en las que, deslumbrada por un sol narcisista que eclipsaba mi atención, me llevaba por delante la telaraña, y, ya una vez apartada esa suerte de tul con un asco indiferente (si es que asco e indiferencia son compatibles) continuaba con mi día. No recordaba el episodio hasta la mañana siguiente, cuando volvía a posarse en mi frente el mismo velo de novia. 

Pero esa noche de febrero abrí la puerta bajo el modesto foco del farol. Y la vi a contraluz. Hipnotizante, fascinante. Delicada y sutil. Un poco sobrenatural. Quién sabe cuántas tardes tuvo esa araña que trabajar en vano, cuántas moscas u hormigas fueron sacrificadas para que yo estuviera abierta a apreciar su arte en seda. La obra tenía un mensaje claro: “jamás te rindas”.

Con ojos acuosos y alma agradecida ante tal revelación, comprendí que había llegado el momento de enderezar mi vida. Libre al fin de excusas y culpas mal encauzadas, saldría de las redes de la mediocridad. Esfuerzo y perseverancia contra apatía y flojedad. El premio: la autorrealización de la araña.

Sólo restaba decidir el aspecto de mi vida a mejorar. Había mucho por hacer. Lo primordial sería dejar el alcohol y otras sustancias y conseguir un empleo. Luego, con algunos ahorros, mudarme del hogar de mis padres y retomar la carrera. Un poco de amor tampoco estaría mal. Tal vez un novio.

Pasé incontables noches en vela y días de arduo labor. Pero esta mañana desperté inspirada, con la frente en alto. Me dirigí a la tienda. Dos horas después destrocé la telaraña con un plumero y le vacié un tarro de veneno a la engreída esa.

Ya me siento mucho mejor.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Niklas Rhöse, en Unsplash.com | CC0

Para Ángel

6

Otra vez pasé por tu casa que ya no es tu casa y como se me hizo costumbre últimamente, aminoré la marcha y abarqué con la mirada lo más que pude, pero sin frenar. Repasé velozmente la galería y sus macetas de piedra gris hasta llegar al fondo, donde divisé la parrilla y algunas hojas verde brillante (esas que rodean el marco de la ventana del lavadero).

Sin esfuerzo alguno me hice una composición mental del lugar. Pensé en el limonero (rebosante de limones que pronto serán arrancados por manos extrañas) ubicado cerca del tender giratorio que de chica usaba de calesita. E inmediatamente se me vino a la mente la biblioteca y su puerta de chapa blanca que se traba (y sí, recuerdo el punto exacto en donde eso ocurre y la cantidad de fuerza que hay que emplear para abrirla, y el llavero redondo de madera con tachas que me regalaste el día que me dijiste que esa biblioteca era mía). Los nuevos propietarios nunca lo sabrán, pero al pie de la misma hay otro punto de interés, el escalón donde me saqué la foto del enterito azul en la que parezco un varoncito, y donde me sentaba siempre de chica –y no tan chica- por las tardes de verano a mirar hacia las ventanas de tu cocina, o a la esterlicia cuya flor naranja y azul parecía un pajarito. Y hasta pude reconstruir algunas tardes de verano mirando pasar a las hormigas con sus hojitas, armando esculturas de barro, jugando con los primos a no decir “ni sí, ni no, ni blanco ni negro”, mezclando flores con alcohol para hacer perfume, coleccionando bichitos bolita, hurgando con respeto la biblioteca (¡ay el olor de la biblioteca!) o simplemente tomando sol y meditando, espontáneamente, sobre quién sabe qué cosas meditan los niños, y también alguna noche navideña (de esas que no hacía falta extrañar a nadie, porque estábamos todos) buscando chasquibunes perdidos entre las plantas. «Ausencia de ausencias», diría mi padre.

Desde afuera, la casa no ha cambiado nada y un alma piadosa tuvo la delicadeza de cortar el pasto. Siempre paso cuando está soleado, y curiosamente no tengo ningún recuerdo de ese jardín en días de lluvia. El único indicio de que algo anda mal son esas malditas persianas, siempre cerradas.

A veces, en duermevela, imagino que toco el timbre. Pero me freno. ¿Qué sentido tendría? Los cuadros que hacían tus amigos bohemios, el mueble de la cocina donde guardabas con llave (siempre a mano) los caramelos y las cartas y la toalla para jugar solitario, los kilos y kilos de pan en remojo para los gorriones sobre el mármol de la cocina, la reposera amarilla, nuestras fotos de jardín, el reloj que daba campanadas al cambiar de hora, nada de eso debe estar allí. En su lugar, numerosos espacios blancos, limpios del polvo acumulado de años y años que contrastan con el resto de la casa. La repisa de la chimenea desnuda de adornos. Objetos exiliados.

El otro día –oh sorpresa-  me encontré  un cuadro con tu perfil hecho en madera en la oficina de papá, y sé de buena fuente que mamá tiene tu porta mazo de cartas de madera, con el que todas las tardes jugaba solitarios para entretenerte. Por mi parte, debo confesar que rapté a Burli Burli, pero estoy segura que me lo habrías dado de todos modos. Lo puse en la cocina (ya que tu cocina era su hábitat), donde puede verme desayunar con los nenes todas las mañanas. Es difícil de saber, por su cara de piedra, pero calculo que debe extrañar escucharte contar una y otra vez la anécdota de cómo pasó de ser un fragmento de un jarrón roto, a una escultura con nombre propio. Sé que cuando yo lo hago, no es lo mismo. 

Y así andarán de desorientadas todas tu cosas. Dejaron su huella, su hueco de pintura limpia en la pared. ¿En qué momento dejaron de tener sentido? ¿Eras vos el que le daba vida a todos esos objetos, ahora huérfanos? ¿Qué pasó con tu persona, entonces, y con el lugar que ocupabas? ¿Tuviste, al menos, la delicadeza de dejar algo perceptible, como soneto amarillento perdido en una guía telefónica, o un cabello blanco en el suelo, o siquiera  la forma de tu cuerpo en un sillón?  ¿Me estarás esperando allí, tras las persianas bajas, en caso de que algún día me anime a volver a entrar a tu casa? 

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/samlevan-54390

Plumeritos

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“Cola de Zorro” o “Hierba de las Pampas”. Pennisetum, para los entendidos. Para mí, “Plumeritos”. A ellos les da igual. Como igual les da si los miro, si me agradan, o siquiera si respiro.

Cual realeza en carroza se dejan adular por el viento, arrojando con desdén monedas de pelusa que un jardinero negligente no dejará eclosionar en vástagos reales (tampoco es que les importe demasiado la posteridad). Sus cabezas, adornadas de sobrias flores, saludan al sol en un movimiento pendular que nada tiene que envidiar al saludo de una reina y allende el camino, el solícito lago los vitorea con cegadoras luces.

Mi jardín está de fiesta. Peces de todas formas y colores, un pequeño huerto que me ha dado los mejores tomates que probé en mi vida, patos que huyen despavoridos ante mis infructuosos intentos de amistad. Mariposas de a decenas, posándose delicadamente cual confeti. Pero esta tarde sólo tengo ojos para los plumeritos. ¿Serán parientes -primos lejanos, tal vez- de todos aquellos plumeritos, hijos de nietos de biznietos de plumeritos, que desfilaban en la ruta camino al Villa Gesell de mi infancia, tan queridos por mí y tan distantes como sus congéneres de mi patio?

Siento pena por el lago. Para ellos no es más que una pobre excusa de agua. En el fondo aman el mar. ¿Cómo se explica sino el color arena de sus penachos, su romance apasionado con el viento y el arrullo de su paja? Sé que si los probara, incluso sabrían a sal. Pero no, no los toco, ¡no osaría hacerlo!

Me limito a dedicarles estas líneas, que les debo desde hace años y que en nada alterarán ese reinado suyo, perfecto, en el cual yo no existo.

NATALIA DOÑATE

R.I.P.

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El niño de la gorra roja estaba desilusionado. Todo sentimiento es difícil de ocultar a los siete años, pero afortunadamente los adultos creyeron que se trataba de tristeza. Una emoción tan acorde a la ocasión como el traje negro de su tío Horacio, pero más llevadera con treinta y ocho grados de sensación térmica. El cementerio de la Chacarita no tenía zombies, ni gatos negros, ni murciélagos. Era un lugar despojado, inmenso y silencioso semejante a una plaza sin juegos. En definitiva, una estafa. Su esperanza de asustarse un poco se terminó de esfumar cuando escuchó a los pájaros cantar dulcemente, al parecer ajenos a toda noción de muerte.

Sus padres y su tío avanzaban por delante charlando en voz baja, mientras él se distraía mirando las estatuas y acariciando fugazmente los ornamentos de piedra y mármol. Entre tantos ángeles y cruces, una tumba en particular llamó su atención.

—Mirá, papá, a este reloj de arena le falta la mitad.

Eduardo medía casi un metro noventa, pero su delgadez lo hacía verse mucho más alto y cuando se inclinaba parecía que se iba a quebrar. Si fuese un dinosaurio, sería sin duda el Diplodocus.

–No es de arena, Rafa, es de agua. Se llama “clepsidra”. ¿Sabes por qué hay una en este lugar?

El pequeño se encogió de hombros.

—Es para recordarnos que el tiempo pasa y la vida fluye, como un río.

—No le hables de esas cosas, Edu, es muy chico.

María tenía el don de escuchar conversaciones ajenas mientras simulaba que hacía otra cosa. Y el de simular escuchar cuando le hablaban, mientras pensaba en hacer otra cosa. Un perfecto ying yang de déficit de atención. Sus ojos, eternamente fijos en un punto distante, eran la única evidencia de que nunca estaba donde debía.

—No le estoy hablando de la muerte, María, le estoy hablando de la vida. Y la vida hay que disfrutarla, ¿no? Así que tratemos de terminar con esto lo antes posible.

El niño dudó. Irse sonaba tentador. E incorrecto. Después de todo, sólo se muere una vez -a menos que te muerda un zombie, claro está, pero ya había abandonado toda ilusión de ver a uno.

El ataúd de roble barnizado yacía al lado de la fosa abierta y se veía pequeño para albergar a la inmensa mujer que había sido su tía. La imaginó intentando encoger su talle y moviendo el trasero hacia un lado y el otro, como hacía las contadas veces que la llevaban a pasear en auto y él tenía que viajar en el medio entre ella y su tío Horacio. Por un momento se alegró al pensar que eso ya no ocurriría, pero enseguida sintió culpa.

Al parecer no habría una gran despedida para Marina del Prado. Su tumba era la más austera del perímetro y se encontraba alejada de las imponentes bóvedas familiares. Rafael pensó que la frase “un hueco donde caerse muerto” no podría aplicarse mejor. Sintió pena por aquella mujer que casi no había conocido y que pasaría el resto de la eternidad sola, como había pasado la mayor parte de su vida.

—“Qué solos se quedan los muertos”… comenzó a recitar su padre.

Un anciano de ojos grises y piel casi translúcida les pidió que se acercasen para despedir a María.

— ¿Cómo María? ¿No es Marina, papá? —señaló el niño, pero su padre se limitó a llevarse el dedo índice a la boca, en una expresión que a la distancia se vería solemne.

—Deberíamos corregirlo— susurró María.

—Me parece que es un poco tarde. Mirá, ¡Hasta en la lápida dice María!

Ella leyó la inscripción horrorizada. — ¡Eduardo, esto no es gracioso!

—No es gracioso, pero tampoco es trágico. Recibimos nuestro nombre al nacer, y es lógico que al morir lo devolvamos.

— ¡Pero por qué tiene que ser justo el mío! ¿Estabas pensando en matarme a mí cuando encargaste el servicio?

—Claro que no, ¡mujer! Pero no me des ideas. Se encogió de hombros. —El tipo al que se la encargué era medio sordo, o medio estúpido.

—Sólo espero que a mi funeral vaya más gente —contestó ella tímidamente.

—Si a vos todos te adoran. Pero podrías dejar hechos unos brownies, para asegurarte.

Rafael notó que sus padres sonreían. Al parecer hablar de la muerte los ponía de buen humor. El tío Horacio se acercó con un papel tissue en la mano y se secó la frente.

–Esta tal María parece simpática, me habría gustado conocerla.

—Sí, suena mucho más agradable que la tía— contestó Eduardo y ambos soltaron una risotada.

El cura los observó con la imperturbable expresión de quien ya lo ha visto todo, y en castigo prosiguió con una minuciosa e interminable descripción del Cielo, mientras el sol teñía los árboles de anaranjado y hacía brillar las lápidas como espejos. Un excremento de torcaza aterrizó sobre el traje del tío Horacio.

A María -perdón, Marina- le habría encantado.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/wax115-31362

Congelado

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Al final, te congelaste. Ahora nunca vas a tener una foto con Tati. Y no vas a conocer al personaje tan peculiar que se volvió el nene de los “ojazos”. Tal vez ya no lo recuerdes, no más de lo que él te recuerda. Pero sabe. Sabe y habla con Burli Burli sobre vos. A veces, Burli Burli sos vos.

Yo prefiero buscarte por la calle. Lo más difícil de conseguir es esa forma rara hacia afuera que tenían tus orejas. Muy esporádicamente aparecen, pero sus dueños no me saludan con un “hola pequeña”. Hace nueve años que no me dicen “hola pequeña”. Es comprensible. “Pequeña” está llegando a los cuarenta. Ya sé los colores del arcoíris, cuántos días tiene cada mes, y que el viento del este es lluvia como peste. Ya no te necesito, pero esa vez que vi a alguien con tu campera me faltó el aire. Y ni siquiera era del mismo color.

Y sueño con vos, mucho. Bueno, ya lo sabés, estás ahí. Tenemos ese acuerdo tácito de que no podés hablar (es sabido que la gente congelada no tiene permiso de hablar) y siempre fuiste respetuoso de las ciencias. Por suerte escuchás. Escuchás “te quiero y te extraño” y sonreís. Sonreís aunque sea triste. Aunque no te guste estar congelado.

La mañana en la que te perdimos justo estaba soñando con vos. Una pesadilla horrible: había “olvidado” a Rafa y volvía a casa desesperada, pensando que había pasado lo peor. Pero estaba a salvo. Lo tenías dormido en brazos, y sonreías con cara de cansado. Y ya en ese momento no dijiste nada (lo que prueba mi teoría). El alivio en el sueño fue interrumpido por la llamada telefónica, pero igual fue una buena despedida. Rafa soñaba a salvo en la pieza de al lado y tu primer visita como congelado había sido para mí (confieso que me habría ofendido si hubiese sido de otro modo). 

No tenemos asuntos pendientes. Es lo que pasa cuando llegas a los noventa y siete. Cada despedida era por las dudas “la” despedida. Y cada foto podía ser la última -al final ganó una en la que estás con un sorbete en la boca haciendo monerías a Rafa, con mamá detrás. No está nada mal y mamá merecía el honor.

Pero quería pedirte, si se puede, que rompamos las reglas un día de estos. Podría preguntarte por la época de Franco (nadie supo contarme qué te pasó ahí) y de paso grabar en mi memoria el “hola pequeña”, pues me temo que después de tanto tiempo se le infiltró mi propia voz. Pero, por sobre todo, ando buscando una excusa para verte. Para contarte que yo no me congelé. Para que me conozcas otra vez.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/brianc-29833

Una cuestión de espacio

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En el placard de la habitación de invitados, hoy convertida en una suerte de museo de sus años felices, encontró lo que buscaba. Había recordado aquella caja en sueños, y sumido en la semiinconsciencia temió haberla perdido para siempre. Pero allí estaba. Al principio, algo distinta a cómo la recordaba; segundos después, idéntica. 

Adentro, embalados en papel de diario amarillento, se encontraban los que habían sido los tesoros de su infancia: una regla lupa de vidrio que solía llevarse a los ojos para ver el mundo deformado -ahora le resultaba difícil verlo de otro modo-, la estatuilla de un guerrero hecha con tornillos y clavos retorcidos y el pasaje de clase turista con el que su abuelo había llegado de España, un primero de mayo de 1934. Su ex mujer le había pedido que se deshiciera de aquellos “junta polvo”, como les llamaba, pero él había optado por deshacerse de ella. Y lo bien que había hecho, pues ahora que no tenía a nadie que le dijese qué hacer, sus recuerdos llenarían todos los huecos vacíos de la casa, recuperando el lugar de privilegio de antaño.

Acarició con la punta del dedo la regla lupa y se la llevó a los ojos una vez más. La habitación se transformó en un mundo de nubes de colores. “Mejor acostumbrarse desde ahora” pensó, ya que su vista venía empeorando en forma directamente proporcional a sus años. Caminó un rato torpemente por la casa, recordando lo mucho que le había gustado aquel útil escolar, definitivamente diseñado para todo tipo de propósitos, excepto lúdicos.

Con párpados hinchados, tal vez por la emoción, tal vez por el polvo, la ubicó en un estante del living. A su lado paró al guerrero: viejos amigos en las penas y en las glorias. Más tarde les pasaría un trapo.

Finalmente, llevó el pasaje de barco a enmarcar y lo colgó en la pared más visible de la casa. Después de todo, su propia existencia estaba ligada a ese trozo de papel, sin el cual sus abuelos nunca se hubieran conocido. Lo miró un buen rato, pensando en las callejuelas de España que tanto añoraba, pero que nunca había recorrido. “Tal vez algún día.”

Satisfecho con la nueva disposición de las cosas, retomó su rutina. Pero el esfuerzo por acallar cierta voz interna lo dejó malhumorado, y llegada la noche, se distrajo por un instante. Entonces, el pensamiento, ofendido por haber sido ignorado todo un día, volvió con la fuerza de un relámpago:

— ¡No son más que chucherías!

Horrorizado ante su propia frivolidad se preguntó: ¿Cómo podía él, la persona sensible e inteligente que se consideraba, renegar de aquellos objetos tan preciados y llenos de recuerdos? ¿Cómo podía siquiera insinuar que le estorbaban?

Por fortuna encontró la justificación que le daría paz a su conciencia, a la vez que devolvería a sus humillados tesoros su condición de tales. Después de todo, ¿cuál era el requisito sine qua non para que un tesoro sea considerado tal y no otra cosa?

Y justo antes de que el hechizo se rompiera, tal vez segundos, corrió escaleras arriba, envolvió los objetos en diarios y los arrojó al fondo del placard.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/ask-29459

El tío Pepe

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— ¿Alguien vio al tío Pepe? 

Queda poca gente en la fiesta, pero si de algo estoy segura es de que el tío Pepe no vino a despedirse. Acepto con resignación estoica la misión de preguntar al resto de los invitados si lo han visto, mientras la feliz pareja le aparta un souvenir para la próxima vez que lo vean –qué dirían si supieran que el mío, apretado en mi terriblemente inútil cartera de fiesta que acaba de arruinar con glitter, va a sufrir un accidente camino al auto.

Cuarenta minutos más tarde, la situación no es clara. Dice su amigo Víctor que lo vio pidiendo un champagne en la barra, pero eso ocurrió después de la mesa dulce, lo cual refutaría la hipótesis de mi primo, que dice que siempre se va antes para no tentarse. La abuela Elsa cree haberlo visto a las cuatro y media de la mañana haciendo fila para el baño, pero todos sabemos que la pobre no ve ni dos montados en un burro y queda descartada como testigo. No se ofende, a cambio de otro pedazo de torta. Mi cuñada, que siempre lo confunde con el tío Carlos, asegura que está dormido en el sillón de la recepción -oh sorpresa, otra vez se trata del tío Carlos.

En definitiva todos lo vimos llegar, impecable con su traje azul marino y un paquete gigante rojo -a pesar del pedido expreso de los novios de no llevar regalos a la fiesta- pero su partida es un misterio. Confiaremos en que llegó bien. Está acostumbrado a manejar borracho.

Con la clásica nostalgia de una resaca incipiente me dejo caer en el sillón y pienso en mis hijos, cuyos sueños estarán desplegando alas en casa del padre. Me invade la necesidad instintiva de darles un beso en la frente dormida, siempre transpirada a pesar de que ya no son bebés. Otro momento perdido. Quedan muchos, muchísimos por delante. Pero no éste. 

Contracciones que van en aumento, un diente de leche que se mueve, el intento frustrado de un primer paso -y llanto. Ésos son momentos respetuosos, corteses, que dan el preaviso correspondiente para que uno tenga preparada la cámara (ya sea la de fotos, ya sea la de la memoria). También los hay de los que nos toman desprevenidos, como un ataque de asma severo, una caída desafortunada, una noche de terror y culpa en el hospital. Pero no por desagradables pasarán al olvido. Y es que la memoria se lleva muy bien con el factor sorpresa. Amiga también de la ironía, nos trae recuerdos que desearíamos descartar.

Pero los momentos que duelen, los que realmente me rompen el corazón, son aquellos que me perdí estando ahí, ojos abiertos y mente alerta. El último pañal, el último “mamá” mal pronunciado tras una pesadilla, el último “upa” antes de hacerse demasiado pesados, y quién sabe -¡horror!- cuántos más vendrán.

Son esos momentos desconsiderados que, cual tío Pepe, nos abandonan en medio de la fiesta; escondidos en la rutina, mimetizados con decenas de momentos parecidos. Momentos que escapan descalzos y en puntillas, dejándonos con tan sólo una abstracción de recuerdo; una suma de recuerdos similares que no reemplazarán a ese último, a aquel que merecía un beso de despedida.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/atukker-35271

Solitario

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Ella desdobla la toalla bordó sobre la mesa y la plancha simétricamente de adentro hacia afuera, con ambas palmas.

Luego toma el porta mazos de madera y acomoda las cartas españolas boca abajo, una al lado de la otra, en una fila de cinco. Repite el paso dos veces más, pero en la última instancia las coloca boca arriba. Apoya las sobrantes en una pila.

El protocolo indica que el momento de charlar ha terminado.

El viejo se inclina levemente hacia adelante y espera. Las cartas se van descubriendo de a una. Un cinco de bastos, un As de oros. Reyes y caballos no son apreciados en este reino.

Él ve con impotencia que una sota está libre y decide intervenir con miradas, sonrisas y pequeños sonidos. Ella capta la pista, mueve el siete y destapa un tres de copas. Vuelve la calma. Ella suele ganar, pero el juego es sólo divertido en la medida en que a veces, se pierde.

Entre sesión y sesión se conversa.

Tras unas cuantas partidas, llega el momento de guardar el mazo. Pero no de cualquier modo.

Él toma ahora el control de la toalla y coloca con parsimonia las cartas boca arriba, en dos filas de seis pilones. De tanto en tanto humedece el pulgar en una pequeña esponja, dispuesta a tal fin. Cada rey encabeza sus tropas iniciando posición sobre el siete del palo anterior. Primero los oros, luego las espadas, las cartas se van despidiendo de escena. Una buena mezcla posterior y el azar tendrá garantizado su tributo. Mazo y toalla -dúo inverosímil- vuelven juntos al placard. Pax vobis

Esta escena de mi madre entreteniendo a mi abuelo es, vista desde mi silla apartada, la más sagrada de todas las tradiciones humanas.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/allenp-52190