viernes, diciembre 27, 2024
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Mil maravillas

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La casa de las arenas - blog literario

A finales del mes de mayo -hemisferio sur- en el cuarto cajón del placard de la habitación de una niña de diez años, nació una mariposa monarca. Yo, recién operada de várices, sopesé el acontecimiento a la distancia, enmarcando la foto que tuvieron la amabilidad de enviarme con el verde azulado de mi jardín. El veredicto fue rotundo. No iba a funcionar. Espíritus de niebla se arrastraban a plena luz del día y el césped tiritaba los buenos días con alegres sombreritos de plata. La sinfonía ya había sido escrita en tiempos inmemoriales, aunque intuyo que Beethoven la habría podido descifrar. Yo, en cambio, no supe hacerlo. Soy artísticamente sorda. Sí comprendí que no había lugar para mariposas. Las débiles habían muerto de frío. Las fuertes, las que emigran, se encontraban ya a miles de kilómetros, en algún paraíso de tibias corolas. La recién llegada se había quedado a medio camino en la vida y en la distancia, sin siquiera contar con la carta del heroísmo; sólo el hombre encuentra gloria en la idea de nacer fuera de su época. Gloria, poesía, romance, muerte. Consuelos humanos que los seres inteligentes no necesitan.

Yo no me considero inteligente, pero sí muy sabia. He presenciado al menos unas cuarenta y cinco primeras heladas en el campo, todas sin mariposas (aunque una vez sí vi a un caracol arrastrándose sobre espinas, cuesta arriba, lo que me resultó razonablemente interesante). Conozco la emoción de los nuevos comienzos, que en mis recuerdos asocio a mi sombra empujando un cochecito destartalado camino a los lagos de Palermo. Pero también sé mucho sobre templanza: me la encontré a los veinticinco años en los ojos humanoides de un border collie, una bestia ancestral que daba solitarias caminatas por mi cuadra hasta que un martes dejó de hacerlo. Las cuatro estaciones completas, con sus opacidades y matices, pasaron más de noventa veces frente a mis ojos.

Demasiado tarde comprendí la lección: contemplar no es aprender. Contemplar no es aprehender. Así como hay infinitos tonos de verde, de ocre, de marrón, también existen árboles inmunes a los cambios de clima. Son especies que no dan ni flores ni frutos. Que nunca se desnudan. A ellos, mis compañeros de destino, les dedico mi más ferviente desprecio. A todos menos a uno. De camino a la salida del barrio, se encuentra un árbol alto como un edificio, pero de apariencia liviana. Si me acerco al tronco y miro hacia arriba, me causa vértigo. Sus hojas son corazones de papel grueso, verde fuerte el exterior, gris el interior, un concepto robado al eucaliptus medicinal. Las de la copa permanecen en constante aleteo, independientemente del viento, como un enjambre de mariposas verdeazules que cantan con la voz del mar. Me niego a averiguar su especie. Aquello que no tiene nombre, no me pertenece. Estará a salvo. Ya cargo en mi conciencia con casi un siglo de arcoíris, de flores naciendo por entre las piedras, de insólitas nevadas en Buenos Aires, de primeras sonrisas de bebés, de ámbar pegajoso trasluciendo el sol. Catorce poemas lloran por su libertad en mi memoria. Toda una vida asesinando maravillas. Quien no me comprenda, será muy feliz.

Un conejo saliendo de una galera es magia. Miles, son plaga. Unos cuantos más, espero, traerán el fin del mundo. Que una mariposa pueda nacer en un cajón, a finales de otoño, y agitar sus alas sin ocasionar un tornado al otro lado del planeta, es una aberración. Que otra anciana hastiada descubra (tarde) que en el vacío no hay oxígeno y que sin éste no podrá tirar hasta la próxima primavera (tarde),

ni ahuyentar el horror a los gritos (tarde),

ni clamar por lo que no fue (tarde),

ni por lo que jamás será (tarde, tarde, tarde),

ésa es, en mi humilde opinión, la más exquisita y cruel de todas las maravillas.

Imagen: https://tierrasmayas.com/la-migracion-de-la-mariposa-monarca/

NATALIA DOÑATE

El departamentito de Belgrano

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Blog literario

Una vez por semana, o bien cada dos, tomo el desayuno en un lugar que no me pertenece. Me incorporo confundida entre bocinazos y campanadas de iglesia y, antes de despertar del todo, ya me encuentro en la cocina, estirando el brazo en busca de mi cacharro preferido: un mug rosado y azul que destaca de entre una decena de tazas amarillas genéricas. El café es siempre el mismo: granulado, sin azúcar.

Comencé esta vida de paréntesis en busca de un descanso de la otra. Una que no pretendía ser mejor -y de hecho no lo es. La parte de mí que no pude dejar atrás, con la complicidad del tiempo y de la necesidad, se las ingenió para equipar el departamentito con unos cuantos objetos reflejo de mi verdadera casa. Por mi parte, me limité a imponer una regla: aquello que trajera debía ser siempre en menor cantidad, en menor medida, en menor precio que el original. Ayer, por ejemplo, me encontré con dos macetas de sansevierias que no me constaron un centavo, pues las reproduje con injertos de las mías. Cuentan como bienes de extrema necesidad esta notebook con el monitor manchado de tinta en la que les escribo, dos mates colorinches con sus respectivas bombillas, una bolsa grande de almendras, huevos frescos, queso en hebras, una estufa a gas de mal carácter y los infaltables de higiene personal. Los productos de pura vanidad, como las cremas y maquillajes, son una excepción inexplicable que prolifera en ambas moradas sin cumplir función alguna.

Les pido disculpas. Tuve que pausar la escritura para ver qué ocurría afuera. Se trataba de un evento de iglesia que incluía una veintena de niños gritones y cinco adultos sonrientes compartiendo mate. Puede parecer intrascendente, pero es menester que registre este tipo de cosas, pues son justamente las que no tengo a disposición en mi barrio durante el resto de la semana. Como cada detalle suma, aproveché la interrupción para apreciar el asfalto brillante, el tronco de los árboles ennegrecidos por la lluvia, las juntas de cemento húmedo entre las baldosas. Me encandiló la belleza de las hojas de tres tonos de otoño, fosforescentes gracias al contraste. Mi balcón (¿mencioné que tengo un balcón?) estaba resbaloso. Concluí que caerme no sería grave, pues sólo perdería un día de seis que tengo cada semana, o uno cada catorce, en el mejor de los casos. Pero decidí que el experimento no justificaría dejar mi trabajo inconcluso, así que aquí estoy de regreso.

En ocasiones, mis hijos me acompañan. Duermen en colchonetas, repiten ropa interior, miran fotos viejas de ancestros que jugaban a la paleta en la playa cuando ellos no existían, y que duermen bajo tierra justo ahora, que ellos están tan vivos y hermosos. Hojean libros que les aburren, regalos desacertados de algún pariente bienintencionado. Redescubren juegos de mesa en el placard, los desarman y los vuelven a guardar. Ayer, casualmente, le tocó el turno al Juego de la Vida. Comen pepas baratas de paquete y, cuando el clima lo permite, cenan en el suelo del balcón, mientras miran las cabezas de los transeúntes y ensamblan preguntas imposibles de imaginar para un adulto. Junto a ellos y mi marido comparto las tardes codo a codo, en un silencio que comprende que sería invasivo ocupar más lugar del que permiten los escasos metros cuadrados. Y disfrutamos. Saben Dios y la virgen (los vecinos de enfrente) que disfrutamos.

Al fin y al cabo, de eso se tratan las vacaciones.

NATALIA DOÑATE

Las hadas de mayo

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Blog literario
La casa de las arenas, blog literario de Natalia Doñate

Amanecí a oscuras. Comprendí que el cielo había ajustado al fin su vestuario al cambio de estación. Aunque también había una tormenta del demonio. Echando en falta a los querubines rosados, busqué compañía en la única luz a mi alcance; el rectángulo angosto y lejano de la cocina de los vecinos. El resto de la casa, minimalista y angulosa, apenas se adivinaba contra el horizonte: un navío que la lluvia no lograba amilanar; estable y erguido entre el rugir del mar y los destellos de faros enloquecidos.

Ya para las ocho de la mañana, la luz triunfante había coloreado el barrio con su paleta de tonos fríos. La parejita de al lado, alegres ex-capitanes de altamar, pisaban tierra firme en dirección a sus respectivos trabajos. Los vi subirse al auto por entre las inertes gotas de agua, prisioneras de guerra, que desfallecían en mi ventana; incontables lupas de verde pino y césped, de gris cemento y cielo, de marrón tranquera y de marrón árbol.

A pocos metros de distancia, cientos de seres alados -quizás miles- se desprendían del césped cual semillas de diente de león, posándose algunos sobre los rombos de mi alambrado, alejándose otros a prisa en dirección al cielo, y cortando el vuelo en seco los menos, los desafortunados, los que irían a parar al estómago de los gorriones. Se trataba de un enjambre de termitas voladoras que emprendían su vuelo nupcial, surgiendo, como lo hacen cada cada año (y sólo un día al año, siempre en mayo, siempre con lluvia) desde las profundidades de la tierra, para aparearse y colonizar nuevos espacios. Sólo por hoy, esos seres subterráneos amarán la luz. Se sentirán atraídos por los faroles del barrio -aún encendidos a pesar del inminente día, por la ventana de mi vecino, por el cielo infinito. Mañana perderán sus alas y volverán a caminar entre nosotros (o, mejor dicho, por debajo de nosotros).

Gracias a ellos escribo hoy. Porque en este hermoso día ganado a la noche, en el que una casa puede ser un barco, los insectos se transforman en hadas y la distancia al sol es unidad de medida del tiempo, una mujer mirando por la ventana puede ser lo que le venga en gana.

Y yo elijo ser escritora.

NATALIA DOÑATE

Lanzamiento oficial de «La torre del sol»

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feria del libro
feria del libro 2023, natalia doñate

Mensaje especial para los amigos de Argentina: El sábado 29 de abril, de 15 a 16 hs., estaré en el stand de Dunken de la feria del libro, promocionando mi novela, La torre del sol. Si alguno anda por allá y tiene ganas, me puede pasar a saludar y charlamos un ratito!! 🙂

De escarabajos azabaches

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la casa de las arenas
Blog literario

Más se retorcía la alimaña, más se adentraba el pegamento viscoso en su pelaje. Con las patas traseras empantanadas y la colita en inerte zigzag de lombriz reseca, aún prestaba batalla. Se rindió, sin intención de metáforas, en el momento justo en que su cabeza tocó la base. Y ahí quedó. Recién entonces osamos mirarnos. Yo anticipaba rabia, el odio contenido de las bestias, pero me sorprendió con humildad. Sus ojos negros y húmedos denotaban una tristeza absoluta. Éramos los animales más desgraciados del mundo. Empecé por maldecir al empleado de Stop-Plagues que nos había abandonado en esa penosa situación, sin experiencia ni instrucciones. ¿Dónde estaba el malnacido ahora? ¿Cenando con su mujer, quizás? ¿Aprovechando el 2×1 del cine de los miércoles? Y nosotros en mi jardín, verdugo improvisado, fierecilla asustada, un frío del demonio.

Procuré darme bríos recordando las fantasías de venganza que había tramado contra el intruso. Ahogarlo. Electrocutarlo. Quemarlo con agua hirviendo. Hacerle tragar una a una todas las pepitas de enfermedades negras que había sembrado por la casa. Prenderlo fuego ahí mismo, en esa parrilla en la que por su culpa y la de los de su clase ahora me repugnaba la idea de hacer asados, su otrora lugar preferido, después de mi cajón de la cómoda, en el que se había ocupado de mordisquear, una a una, todas mis agendas comprendidas entre el 2007 y el 2020, a excepción de la del 2010, con la que tuvo inexplicable piedad. Décadas de mi vida perdidas en un suspiro. Lo iba a matar, no cabía duda. Faltaba idear el cómo.

Media hora transcurrió sin que me decantara por ninguna opción. Mi indecisión comenzaba a defraudarlo.

—Más te habría valido cruzarte con un gato —atiné a reprocharle. —O comer una de las golosinas que te obsequió el fumigador. Podrías haber muerto de mil maneras más consideradas, pero claro, tenías que arruinarme esto también.

El aludido se limitó a seguir observándome desde su forzada reverencia. Yo seguía oyendo sus patitas correteando por la noche, dando pasos que parecían humanos. Rascando. Yo también tenía derecho a la melancolía. La hora de dormir es desoladora cuando se convive con plagas.

«Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado» recitó mi difunto abuelo. Protesté al aire, y con razón, porque es sabido que Platero era un asno y no un ratón. Porque es inmoral que dos especies tan dispares compartan ojos. Y no, no es justo que siempre me toquen los escarabajos tristes en las noches de julio. Yo debía estar cenando en familia, o viendo una película en el 2×1. El fumigador era el que tenía que estar asesinando. Un cebo lo pone cualquiera. Una trampa ni hablar, es una idiotez. Pero hay que tener estómago para ser la última imagen en los ojos de un Platero.

Una corriente eléctrica interrumpió mis cavilaciones. Quise aferrarme a la reja de la cocina y por poco caigo al suelo. Se me habían entumecido ambas piernas. El ratón no captó la ironía, o se rehusó a festejármela, pero le sonreí de todos modos. Poco a poco fui dando suaves brincos, luego pateé el césped con la fuerza de un elefante -diez veces con una pierna, diez con la otra- y me di sendos puñetazos en los muslos.

«Perdón si te asusté«.

Soporté en silencio el dolor que ocasiona la sangre cuando vuelve a su lugar y, una vez recuperada, decidí que era hora de actuar. Había perdido tiempo valioso analizando una situación imposible. Desenrollé la manguera verde y amarilla que guardaba en el hueco entre la entrada y la parrilla y apunté con furia al ratón.

A la fecha no sabría decir si lo hice por buena intención o por cobardía. El resultado fue el mismo; el animal se sacudió con fuerza y, ante un chillido estridente de mi parte, ironía que tampoco supo apreciar, resbaló del pegamento y huyó al galope hacia la casa de los vecinos.

«Lo dejo suelto y se va al prado».

Un objeto colorado flotaba entre cenizas y restos de pegamento. Un cebo a medio masticar. Pospuse la limpieza para el día siguiente y me dirigí victoriosa a mi alcoba, ignorando que seguiría sintiendo las patitas corretear en la oscuridad por largas e incontables noches.

Imagen:https://es.wikipedia.org/wiki/Mus_%28animal%29#/media/Archivo:%D0%9C%D1%8B%D1%88%D1%8C_2.jpg

NATALIA DOÑATE

Reloj de arena

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La casa de las arenas - blog literario

Los encuentros y desencuentros de una pareja de mariposas anaranjadas ocasionaban el único movimiento detectable en el jardín. Natalia consoló la vista en ellas hasta que el sendero saltarín y caprichoso -visible sólo para los seres alados- condujo a las danzarinas a terrenos más floridos. Otra vez la quietud desesperante. Optó por moverse un poco y se dirigió a la cocina. El calor no invitaba a encender el horno, así que recalentó unas papas asadas en el microondas. La sangre le pesaba en las pantorrillas. Sobre los hombros y la nuca, el tiempo.

Desde la repisa de la chimenea apagada, tan preciada seis meses atrás, un reflejo dorado delataba la existencia de un pesado reloj de arena, el único adorno valioso de la casa. De diseño personalizado y exclusivo, el artefacto cumplía su tarea de aprisionar las horas entre muros de cristal y oro peruano.

—Maldita porquería —refunfuñó ella, tras darle unos golpecitos. El contenido se había apelmazado y no caía. Con renovada frustración recordó al tímido dependiente de la tienda, que con voz titubeante había procurado explicarle que la mezcla óptima de relleno no incluía arena. Ella había protestado. «Un reloj de arena, sin arena» qué barbaridad. Al final, se había salido con la suya. Ahora tenía un reloj de arena, que no era reloj.

—Un brindis por el cliente, que siempre tiene la razón —carraspeó, vaso de agua en alto, antes de consumir el líquido a sorbos. La garganta seca la tenía a mal traer desde hacía varios años, más concretamente, desde la muerte de Tomás. Ya no tenía con quién hablar. El silencio reinante, la quietud sin fin y el paisaje de afuera no ayudaban al ánimo de nadie. Una larga sequía había transformado el lago en una mancha marrón y verde, evaporando a su cielo preferido. El que le quedaba -el de arriba- se encontraba obstaculizado por grotescas nubes de cemento.

«Mañana saldré de la casa» se prometió. Necesitaba comprobar que el mundo exterior existía, que no se trataba de un mero cuadro en su ventana. De seguro, a una treintena de kilómetros de allí, la vida citadina seguiría su curso natural; vehículos peleando por el paso, empujones de transeúntes, perros y cochecitos de bebé. La sensación de optimismo creciente le abrió el apetito y se llevó un generoso bocado de papa a la boca.

Minutos después del primer fatídico trago sin aire, cuando sus pulmones al fin dejaban de quemar y una sensación de tibieza relajaba sus músculos, un asomo de sonrisa embelleció su rostro. En la oscuridad envolvente había logrado divisar cómo la arena, ya liberada, fluía rauda por el cuello del reloj.

—Dicen que esta noche llueve —comentó, al pasar, un empleado de la morgue.

NATALIA DOÑATE

Imagen: hourglass-1938677_960_720.jpg (462×720) (pixabay.com)

El país de los niños

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El verdadero nombre no viene al caso. Sus habitantes lo conocen como «nuestro hogar». El resto del mundo, a excepción de quien les habla, se refiere a él como «El país de los niños», o «Las tierras de Peter Pan». Si bien no soy oriundo de estos lares, mis viajes de negocios me apremian a cruzar sus fronteras con una frecuencia que dista de ser óptima; ni lo suficientemente seguido como para aclimatar mi mente a sus extravagancias, ni lo piadosamente esporádica como para resultarme indiferente. Quien guste del turismo aventura, con sus penas y glorias, comprenderá a lo que me refiero. Quizás en un futuro lejano, cuando la nitidez de las fotos prevalezca por sobre la de los recuerdos, pueda rever la experiencia con la fascinación que merece; la de la primera vez que bajé de la estación y un niño ataviado en uniforme de guardia me saludó con una inclinación de su visera. Más tarde, la recepcionista del hotel, una mocosa con la nariz salpicada de pecas, me explicaría que los empleos de atención al extranjero son los mejores pagos. El resto de los habitantes menores de trece años -un 92% de la población- se ven obligados a ejercer otro tipo de ocupaciones, desde pasear perros o dar clases de idiomas, hasta construir edificios.

Se dice que se trata de seres superdotados, al compararlos con los niños de otros lugares. La conclusión me resulta aberrante, pues lo mismo podría decirse de un potrillo que nace sabiendo caminar. Yo los encuentro irritantes, en especial a los que tienen puestos de CEO, por pedantes. O a los que venden bienes raíces, por razones de proporcionalidad inversa. El ciudadano promedio alcanza la edad productiva a los diez años, y el techo intelectual, tres años después. Preparados para un mundo competitivo desde que dejan la teta, los Sapiens Liberi son capaces de realizar todos los trabajos que requiere la vida en sociedad; hay contadores públicos, empleados de correo, operarios, vendedores, capataces, administrativos, políticos, profesores, abogados y proveedores de servicios varios. Las tareas de índole creativa les resultan incomprensibles por causa de una mutación. De éstas se ocupan con empeño los extranjeros nacionalizados; una minoría de adultos «normales» que llegan al país atraídos por la fantasía de la eterna juventud. ¿Quién podría juzgarlos? No ven, o no quieren ver, el desprecio que ostentan estos seres por la libertad, mal ganada a tan temprana edad. La vida les resulta tediosa. Tal vez eso explique -o al menos justifique- su avidez de felicidad, el consuelo en el espejismo de la euforia.

—Son solo niños —repiten los adultos, como un mantra.

Yo creo que son muchas cosas, pero de infantes, nada. Me llevó un tiempo aceptar la realidad. Años, para ser sincero, de idas y venidas entre dos mundos disímiles sólo en aparicencia: resentidos, hipócritas, borrachos, promiscuos y vagos mentales con máscaras de niños. Seres impuntuales, caprichosos, egoístas e insensatos, con máscaras de adultos. Sapies y Liberis por igual cuestionan la realidad con sus mentes retorcidas, y alcanzan las conclusiones más inverosímiles e irrelevantes. En su búsqueda de dar un sentido a la existencia, se las han apañado para destrozar los conceptos de verdad y de libertad.

—Y pues, ¿qué esperas? Sólo son niños —insisten mis amigos, los pocos que aún me quedan.

Yo asiento con compasión. Intuyo el terror disfrazado de condescendencia. Saben -no podría ser de otro modo- que este país (al que me gustaba llamar «Esperanza») no es más que un fraude; un nombre más entre tantos, otra porción de tierra en la que hordas de seres subdesarrollados continuarán engendrando niños, hijos de niños que serán, a su vez, niños para siempre.

Lo sé, lo sé, no debería ensañarme, son sólo niños, diría usted también. Puede que tenga razón. Después de todo, ¿qué podría saber yo al respecto? ¿Un desarraigado que nunca, nunca jamás ha sido niño?

Imagen: Niños Y Jovenes Empresarios Exitosos (negociosyemprendimiento.org)

NATALIA DOÑATE

El camino a Utopía

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El viento veleidoso -dulce al olfato, enemigo de la piel- había alterado el temple citadino del visitante. Éste, dando por perdido su paquete de Marlboros -involuntaria ofrenda al dios del río- yacía ahora echado hacia un costado, su cabeza apoyada en el borde, la camisa a cuadros ondeando en franca rendición. Frente a su escueta humanidad se alzaba un imponente moreno de anteojos espejados y corte militar, el mismo que una hora atrás había rechazado con sorna su oferta de turnarse con los remos. No habían vuelto a hablar desde entonces.

—Juan, ¿es correcto? —aventuró, finalmente, el escocés.

—Lán —gruñó el lugareño.

—Mis disculpas —respondió con sinceridad el primero. Luego se replegó sobre su estómago y anotó algo en la libreta que llevaba entre las piernas.

—No se preocupe, lo animó el remero, arrepentido por el trato hostil. —En la costa, me llaman Juan. Es una gansada de mis compañeros. Dicen que mi nombre es demasiado pomposo. Usted es periodista, ¿no?

—Así es. Inocencio, me llamo. Con gusto intercambiamos.

El remero hizo caso omiso de la broma y prosiguió con la explicación, como si ambos estuvieran interpretando una obra y su compañero hubiera modificado el guión. —Lán, a pesar de su longitud, significa «Tierra de gloria».

—Fantástico —asintió el hombrecillo. —¿Le molesta si tomo apuntes? Sería interesante iniciar mi artículo con su historia.

—Me es igual —respondió el moreno, relojeando la libreta.

—Bien, primero cuénteme de usted —dijo el periodista mientras se echaba hacia atrás, más relajado. Desenfundar su lapicera le daba coraje. —¿Fue intencional, su nombre? ¿O pura casualidad?

El aludido lo miró extrañado.

—¿Casualidad? ¿A qué se refiere?

—A Utopía. Tierra de gloria. Pensé que tal vez había nacido allí.

El lugareño comprendió y negó con la cabeza.

—Ah, no, nadie nace en Utopía. Allí se llega.

El bocinazo de un yate los distrajo por un instante. Detuvieron la marcha hasta ser sobrepasados. Lán aprovechó el descanso para sonarse el cuello y premiar la vista en las mujeres que tomaban sol en la popa.

—¿Qué más hay en aquella dirección? —señaló, con la cabeza, el periodista.

—Nada, sólo Utopía.

—Creí que allí no tenían barcos a motor.

—La gente cree muchas cosas —suspiró el moreno. —¿Por qué no habríamos de tenerlos?

El escocés meditó unos segundos y recordó la frase:

—Porque «Utopía y naturaleza son una y la misma cosa».

El hombre soltó una risotada y retomó su trabajo. Para entonces, el recuerdo del sol se apagaba en sus espaldas y los mosquitos zumbaban en derredor a pesar del repelente y del viento.

—Es como el juego del teléfono descompuesto —soltó, después de un rato. —El mensaje llega trastocado. Es cierto que tendemos a lo natural, como ideal, pero no literalmente. No somos hippies.

Inocencio permaneció mudo. Sabía que el silencio era el mejor anzuelo. Y en efecto, el hombre picó.

—Le explico. La naturaleza carece de moral. Por ejemplo, nadie esperaría que un león se limara las uñas para estar en igualdad de condiciones ante un antílope. O que se arrancara los colmillos. Podría parecer injusto, pero no lo es, pues la justicia no existe.

—Entonces Utopía no tiene reglas —concluyó Inocencio.

—Oh sí. Las hay de sobra —aclaró Lán. —Pero todas naturales. La gravedad, por ejemplo, ¿o acaso me ve flotando? Lo que rechazamos son las invenciones humanas tales como las ideas de justicia o injusticia, el sentido de la vida, los dioses…

—Suena caótico. Y vacío, a la vez.

—Digamos que no es un lugar para los débiles —concordó Lán.

—¿Hay algún requisito para entrar?

—No que yo sepa. ¿A usted le pidieron algo? Cuidado que hay muchos estafadores dando vueltas.

—En absoluto —apresuró a aclarar el visitante. —Pero mi caso es diferente. Yo sólo voy de turista, por decirlo de alguna manera.

El hombre resopló.

—No hay turistas en Utopía, sólo habitantes. Aunque, ahora que lo pienso, sí hay un requisito: ser capaz de soportarlo.

Inocencio tragó saliva y ojeó su celular en busca de señal. Tres líneas. Estaba a tiempo de arrepentirse, pero necesitaba saber algo más.

—Si no hay moral… ¿está permitido matar?

Su compañero lo miró de arriba abajo como si fuese estúpido.

—¡Pero, claro, hombre! ¿Quién habría de impedirlo?

Inocencio no cabía en su asombro.

—Es decir, ¿que usted podría matarme?

—Aquí mismo, si quisiera —Lán parecía divertido. —Pero tendría que lidiar con las consecuencias, como todo el mundo. No me mire de esa manera, amigo. Quiera o no hacerlo, ya hemos llegado. Bienvenido a Utopía.

El escocés levantó la vista, pero la negrura de la noche sumada a la niebla del lago, apenas le permitieron divisar unos árboles de tupidas ramas. El aire olía a asado. A su mente se le vino la imagen de una tribu alimentándose de carne humana. La desechó con rapidez. No quería pasar más tiempo a solas con el remero, así que le extendió una propina y se apeó del bote.

—¿Me recoge mañana por la tarde? —preguntó mientras metía su libreta en el bolso.

—¡Disfrute de su estadía! —fue todo lo que obtuvo por respuesta. La embarcación comenzó a alejarse, lentamente.

—¿Hacia dónde me dirijo? —preguntó Inocencio buscando mantener la compostura.

—¡Ya está aquí! ¡Vaya a donde le dé la gana, es libre! — respondió Lán con voz cantarina.

El hombrecillo se dirigió cuesta arriba, siguiendo el rastro del olor a comida; una figura agazapada de tensos hombros, la adrenalina agudizando sus sentidos. Pronto comprendió, no sin una pizca de desilusión, que se trataba de una parrilla. «Las brasas». El cartel le resultó vagamente familiar. Unos pasos más adelante una ruta confirmaba que se trataba de una civilización avanzada. Bordeó cautelosamente el restaurante y se encontró con un estacionamiento. Entre un Volvo color ladrillo y un Audi blanco descubrió el Peugeot de alquiler que él mismo había conducido esa tarde. Furioso corrió hacia el muelle y exclamó a la soledad de la noche.

— ¡Lán, hijo de puta! ¡Me trajiste al punto de partida!

Una carcajada resonó en la lejanía.

—¡El requisito, hombre! ¿Es que no ha entendido nada?

Otra vez lo habían estafado. Bien merecido, por imbécil. Ahora debía conducir hasta el hotel, malgastar el fin de semana en ese pueblo de mala muerte y tomar el avión de regreso a casa. Quiso recomponer su ánimo mirando las estrellas, pero el cielo estaba turbio como el agua. Entonces cerró los ojos y trató de recordar las distintas Utopías que habían soñado los hombres a lo largo de la historia. Había que reconocerle a Lán su cualidad de filósofo. Después de todo, su ciudad ideal era la única efectivamente realizable. Un lugar en el que las acciones fuesen regidas por acción-consecuencia, causa-efecto. ¿Qué haría él, en ese mundo, con todos aquellos que lo habían difamado?

El silencio del viento le trajo las risas de los comensales. Ecos sofocados de burlas y desprecios. Su estómago se contrajo. Estaba famélico y desanimado, pero por fin había llegado a Utopía.

—Sí, Lán —pensó en voz alta mientras emprendía la marcha. —Creo que puedo soportarlo.

Imagen: amazones bote remo – Bing images

NATALIA DOÑATE

Los niños de la casa de tiza

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La casa de las arenas - Blog literario

El internado de la calle Piedras -«la casa de tiza»- permaneció en su arisca crisálida de chapa durante cincuenta largos años; se dice que por dejadez o especulación financiera. Aquellos que habíamos conocido la vida detrás de sus muros de tarquini amarillo -tan disonantes a su época y espacio como nosotros- intuíamos que el abandono se debía a rencores familiares, de esos que engendran abogados. Muerto el perro se acabó la rabia, cayeron las vallas y, con ellas, los afiches publicitarios con delirios de autoridad que las adornaban («Tome Coca Cola», «Regalá sonrisas», «Adoptá, no compres», «Cuidate, querete», «De eso no se opina»). La ansiada metamorfosis culminó en un modesto edificio de cemento alisado y estatura acorde a la reglamentación urbana. Sus flamantes vidrios espejados impedían divisar el interior. Con Juanita, al unísono y casi sin pensarlo, lo apodamos «La polilla».

Mi amiga lleva tiempo sin trenzar su cabello, ni mascar chicle. No obstante, no puedo concebirla de otro modo. A quien diga que estoy loco, lo desafío a que inhale cerca de su boca y me diga que no huele a Bazooka de tutti-frutti. Juanita y yo nos conocemos desde niños. Pertenecimos a la última camada del internado. Al día de hoy le saco dos cabezas de altura, pero ella me llama «el petiso», entre otras cosas. Se vanagloria de haber sido la más alta del curso cuando eso tenía relevancia. En aquella época las filas se ordenaban de menor a mayor, lo que le había dado el honor de ser la última (la última alumna, de la última camada) en dejar el internado. «Soy la que cerró la puerta» me dice, en obvio metafórico, pues la puerta verdadera la cerraron los directivos, semanas después.

Nunca se supo qué ocurrió, o más bien, por qué. Los opinólogos culpan a la contaminación. La gente promedio, a la evolución, a la simple genética. Los entendidos, como siempre, callan. El asunto es que un día dejaron de nacer humanos que hablaran nuestro idioma y comenzamos a transitar el recto camino de la extinción. El internado se mantuvo en funcionamiento hasta el final, pero se vio obligado a alquilar parte de la estructura para solventar gastos. Nos vino bien, pues pudimos integrarnos con más rapidez a la sociedad. Salíamos un día de la clase de español «directo» -¿existe acaso un antónimo para el vocablo «metáfora»?- y nos colábamos en una conferencia sobre cabezales de tornillos. Los cuervos de nuestras poesías se estrellaban contra los manuales de los estudiantes de taxonomía del tercer piso.

Para mi padre, fue un consuelo. Ningún progenitor estaría orgulloso de enviar a su hijo al internado, pero éste, junto a sus puertas al público, había abierto un espacio a la duda.

—¿Supiste que el hijo de Carlos es metafórico? —murmuraba doña Carlota en la cola de la panadería.

—¡Qué va! —respondía su cuñada Jazmina. —Va al internado a estudiar francés.

Lo que nunca supo mi padre fue que, a fuerza de esconder mi condición por años, se terminó contagiando. La tarde de marzo en la que acomodó mis pertenencias en el armarito de pino, se despidió para siempre con un sentido: «Mi hijo, el último de los leprosos». Afortunadamente, no hubo testigos, o habría terminado siendo mi compañero de cuarto. Con los años supe perdonarle el abandono, la indolencia, la negación. Incluso llegué a comprender el alivio que le habría traído el no comprenderme (aunque me consta que sí lo hacía). Lo que no he logrado superar, es lo que podría haber sido. El primer adulto metafórico converso. En su lugar, eligió malgastar sus días en la celda unidimensional del lenguaje corriente.

No soy quién para juzgarlo. A mi manera, también soy un cobarde. Podríamos habernos casado, con Juanita. Amor no faltaba. Teníamos la base sólida de valores, costumbres e idiomas compartidos, los recuerdos de los amigos de la casa de tiza. El anhelo de regresar, la certeza de lo imposible: el lugar ya no existe en ningún idioma. Pero las palabras de mi padre calaron hondo en mi ser. No podía arriesgarme a concebir un hijo metafórico. Otro «último leproso».

Para el común de la gente, los años transcurren. Para nosotros, «pesan». Los sábados busco a mi amiga por el asilo y la llevo de caminata por el barrio. Nos hemos mudado unas cuantas veces, nunca demasiado lejos.

Hoy la encuentro más taciturna que de costumbre. Hago bromas tontas, le señalo un nido de palomas. Apenas lo mira. Al llegar a la cuadra de «la Polilla», noto que su humor empeora. Comienza a resoplar como un caballo.

—Vaya metamorfosis —suelta. Luego clava sus ojos cabreados en los míos y tensa la mandíbula. Sin emitir palabra, deja caer los hombros.

—¿Qué ocurre, querida? —pregunto en tono conciliador.

Ella levanta las palmas de las manos y las sacude. La conozco lo suficiente como para saber lo que la agobia: no encontrar las palabras. Finalmente traga aire y coraje y dice: «¡eeeeespejo!».

Yo asiento y aliso su frente con un beso. Luego le digo la frase que sé que la tranquilizará, pero que no puedo reproducir aquí, por pecar de abstracta. Ella besa mis manos con gratitud. Es el alzhéimer, que le roba poco a poco el idioma que tanto le costó aprender en la casa de tiza. El de la gente normal. Pronto seré el único en el mundo capaz de comunicarme con ella.

—No te preocupes, Bazooka —la consuelo mientras reanudamos la marcha. —Te prometo que la próxima vez (la última de las últimas) yo me ocuparé de cerrar la puerta.

Ella sonríe con picardía.

—El último de los leprosos.

—Eso mismo, amiga. El último de los leprosos.

Imagen: casa amarilla – Bing images

NATALIA DOÑATE

El gusano chillón

9
La casa de las arenas - blog literario

—Viene con la casa, no lo puedo regalar. (Estoy hasta las narices de explicarte siempre lo mismo) callo.

— ¡Qué pena! —murmura mi sobrina. —Sería tan feliz en el campito. (Sos una pésima dueña y quisiera rescatarlo) calla ella.

El perro, aludido, se rasca la oreja -la izquierda, la única que le queda. La garrapata emprende un vuelo parabólico que culmina bajo mi zapato. Ambas la oímos crujir.

—Si lo deseas, podría bañarlo —ofrece ella, siempre cautelosa. Sabe que me pone de mal humor que se metan con mi mascota.

—Ayer le puse la pipeta, le retruco. Si lo bañás hoy, pierde el efecto. No querrás hacerle daño.

—No, no, claro —dicen sus palmas abiertas, en franca inocencia. Ya es tarde.

—Mejor me lo llevo al cuartito, así no le sentís el olor —decido con presteza. (Ocasión perfecta. Me jodiste, chau perro).

Ella, sexagenaria caprichosa, hace un mohín de niña. Yo sonrío por dentro, victoriosa. Asunto zanjado -al menos, por hoy.

Sentadas a la mesa compartimos torta de canela, bizcochos y mate. Los arañazos en la puerta generan distracciones que silencio fácilmente con la radio. Así, entre conversaciones sobre los nietos y las vacaciones de verano, se hacen las siete de la tarde. La invitada se incorpora.

—No me pude despedir de Bobby —tira su clásico manotazo de ahogado, ya de salida.

—Mejor así. Después se pone ansioso y no duerme —la consuelo. Sus ojos francos me agobian. ¿Por qué insiste tanto en ayudarme? El sábado que viene regresará para volver a ser evadida. Hay que reconocer, no obstante, que sus intentos son cada vez más tenues. No la culpo. Treinta y cinco años hablando del mismo perro agotarían a cualquiera.

Agito un brazo en cordial saludo y tranco la puerta.

—Es que no te entiendo —le reprocho al can mientras lo libero. —A veces, parecería que realmente querés dejarme. Irte con ella, o con quien sea. Salir al mundo.

El animal me observa de arriba abajo con desprecio, pero no me confronta. Sabe (y sé) que tengo razón. Tras dar un par de vueltas tambaleantes, se echa a mi lado. Su hedor irrita mis fosas nasales. Guarda los pedos para la hora de la cena, por eso ando tan flaca. Las arcadas no me dejan tragar nada. Afortunadamente, hoy merendé bien. Acaricio con la punta de los dedos la testa pegajosa, la trompa seca como charqui.

—Sí que nos has condenado, desgraciado.

Él, asiente. Un gusano amarillo chillón sale a tomar aire desde la cuenca de su ojo cosido. Nada interesante que ver, habrá decidido, pues se vuelve por donde ha venido. Hace tiempo que el perro no me pide que le quite los gusanos. Sabe que no sirve de nada. Tomo la garrapata del suelo y se la vuelvo a colocar, cual modesto prendedor.

¿Cómo explicar este asunto a un extraño? El gusano viene con el perro, el perro viene con la casa. El día en que yo me muera, ambos se vendrán conmigo. No antes, no después. Entonces, mi sobrina será libre, como libres serán sus hijos y los hijos de sus hijos. Hay ciertas cosas que no deben heredarse.

Y es por eso que no permito que nadie -pero nadie- se meta con mi perro.

NATALIA DOÑATE