A finales del mes de mayo -hemisferio sur- en el cuarto cajón del placard de la habitación de una niña de diez años, nació una mariposa monarca. Yo, recién operada de várices, sopesé el acontecimiento a la distancia, enmarcando la foto que tuvieron la amabilidad de enviarme con el verde azulado de mi jardín. El veredicto fue rotundo. No iba a funcionar. Espíritus de niebla se arrastraban a plena luz del día y el césped tiritaba los buenos días con alegres sombreritos de plata. La sinfonía ya había sido escrita en tiempos inmemoriales, aunque intuyo que Beethoven la habría podido descifrar. Yo, en cambio, no supe hacerlo. Soy artísticamente sorda. Sí comprendí que no había lugar para mariposas. Las débiles habían muerto de frío. Las fuertes, las que emigran, se encontraban ya a miles de kilómetros, en algún paraíso de tibias corolas. La recién llegada se había quedado a medio camino en la vida y en la distancia, sin siquiera contar con la carta del heroísmo; sólo el hombre encuentra gloria en la idea de nacer fuera de su época. Gloria, poesía, romance, muerte. Consuelos humanos que los seres inteligentes no necesitan.
Yo no me considero inteligente, pero sí muy sabia. He presenciado al menos unas cuarenta y cinco primeras heladas en el campo, todas sin mariposas (aunque una vez sí vi a un caracol arrastrándose sobre espinas, cuesta arriba, lo que me resultó razonablemente interesante). Conozco la emoción de los nuevos comienzos, que en mis recuerdos asocio a mi sombra empujando un cochecito destartalado camino a los lagos de Palermo. Pero también sé mucho sobre templanza: me la encontré a los veinticinco años en los ojos humanoides de un border collie, una bestia ancestral que daba solitarias caminatas por mi cuadra hasta que un martes dejó de hacerlo. Las cuatro estaciones completas, con sus opacidades y matices, pasaron más de noventa veces frente a mis ojos.
Demasiado tarde comprendí la lección: contemplar no es aprender. Contemplar no es aprehender. Así como hay infinitos tonos de verde, de ocre, de marrón, también existen árboles inmunes a los cambios de clima. Son especies que no dan ni flores ni frutos. Que nunca se desnudan. A ellos, mis compañeros de destino, les dedico mi más ferviente desprecio. A todos menos a uno. De camino a la salida del barrio, se encuentra un árbol alto como un edificio, pero de apariencia liviana. Si me acerco al tronco y miro hacia arriba, me causa vértigo. Sus hojas son corazones de papel grueso, verde fuerte el exterior, gris el interior, un concepto robado al eucaliptus medicinal. Las de la copa permanecen en constante aleteo, independientemente del viento, como un enjambre de mariposas verdeazules que cantan con la voz del mar. Me niego a averiguar su especie. Aquello que no tiene nombre, no me pertenece. Estará a salvo. Ya cargo en mi conciencia con casi un siglo de arcoíris, de flores naciendo por entre las piedras, de insólitas nevadas en Buenos Aires, de primeras sonrisas de bebés, de ámbar pegajoso trasluciendo el sol. Catorce poemas lloran por su libertad en mi memoria. Toda una vida asesinando maravillas. Quien no me comprenda, será muy feliz.
Un conejo saliendo de una galera es magia. Miles, son plaga. Unos cuantos más, espero, traerán el fin del mundo. Que una mariposa pueda nacer en un cajón, a finales de otoño, y agitar sus alas sin ocasionar un tornado al otro lado del planeta, es una aberración. Que otra anciana hastiada descubra (tarde) que en el vacío no hay oxígeno y que sin éste no podrá tirar hasta la próxima primavera (tarde),
ni ahuyentar el horror a los gritos (tarde),
ni clamar por lo que no fue (tarde),
ni por lo que jamás será (tarde, tarde, tarde),
ésa es, en mi humilde opinión, la más exquisita y cruel de todas las maravillas.
Imagen: https://tierrasmayas.com/la-migracion-de-la-mariposa-monarca/
NATALIA DOÑATE