Los niños de la casa de tiza

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La casa de las arenas - Blog literario

El internado de la calle Piedras -«la casa de tiza»- permaneció en su arisca crisálida de chapa durante cincuenta largos años; se dice que por dejadez o especulación financiera. Aquellos que habíamos conocido la vida detrás de sus muros de tarquini amarillo -tan disonantes a su época y espacio como nosotros- intuíamos que el abandono se debía a rencores familiares, de esos que engendran abogados. Muerto el perro se acabó la rabia, cayeron las vallas y, con ellas, los afiches publicitarios con delirios de autoridad que las adornaban («Tome Coca Cola», «Regalá sonrisas», «Adoptá, no compres», «Cuidate, querete», «De eso no se opina»). La ansiada metamorfosis culminó en un modesto edificio de cemento alisado y estatura acorde a la reglamentación urbana. Sus flamantes vidrios espejados impedían divisar el interior. Con Juanita, al unísono y casi sin pensarlo, lo apodamos «La polilla».

Mi amiga lleva tiempo sin trenzar su cabello, ni mascar chicle. No obstante, no puedo concebirla de otro modo. A quien diga que estoy loco, lo desafío a que inhale cerca de su boca y me diga que no huele a Bazooka de tutti-frutti. Juanita y yo nos conocemos desde niños. Pertenecimos a la última camada del internado. Al día de hoy le saco dos cabezas de altura, pero ella me llama «el petiso», entre otras cosas. Se vanagloria de haber sido la más alta del curso cuando eso tenía relevancia. En aquella época las filas se ordenaban de menor a mayor, lo que le había dado el honor de ser la última (la última alumna, de la última camada) en dejar el internado. «Soy la que cerró la puerta» me dice, en obvio metafórico, pues la puerta verdadera la cerraron los directivos, semanas después.

Nunca se supo qué ocurrió, o más bien, por qué. Los opinólogos culpan a la contaminación. La gente promedio, a la evolución, a la simple genética. Los entendidos, como siempre, callan. El asunto es que un día dejaron de nacer humanos que hablaran nuestro idioma y comenzamos a transitar el recto camino de la extinción. El internado se mantuvo en funcionamiento hasta el final, pero se vio obligado a alquilar parte de la estructura para solventar gastos. Nos vino bien, pues pudimos integrarnos con más rapidez a la sociedad. Salíamos un día de la clase de español «directo» -¿existe acaso un antónimo para el vocablo «metáfora»?- y nos colábamos en una conferencia sobre cabezales de tornillos. Los cuervos de nuestras poesías se estrellaban contra los manuales de los estudiantes de taxonomía del tercer piso.

Para mi padre, fue un consuelo. Ningún progenitor estaría orgulloso de enviar a su hijo al internado, pero éste, junto a sus puertas al público, había abierto un espacio a la duda.

—¿Supiste que el hijo de Carlos es metafórico? —murmuraba doña Carlota en la cola de la panadería.

—¡Qué va! —respondía su cuñada Jazmina. —Va al internado a estudiar francés.

Lo que nunca supo mi padre fue que, a fuerza de esconder mi condición por años, se terminó contagiando. La tarde de marzo en la que acomodó mis pertenencias en el armarito de pino, se despidió para siempre con un sentido: «Mi hijo, el último de los leprosos». Afortunadamente, no hubo testigos, o habría terminado siendo mi compañero de cuarto. Con los años supe perdonarle el abandono, la indolencia, la negación. Incluso llegué a comprender el alivio que le habría traído el no comprenderme (aunque me consta que sí lo hacía). Lo que no he logrado superar, es lo que podría haber sido. El primer adulto metafórico converso. En su lugar, eligió malgastar sus días en la celda unidimensional del lenguaje corriente.

No soy quién para juzgarlo. A mi manera, también soy un cobarde. Podríamos habernos casado, con Juanita. Amor no faltaba. Teníamos la base sólida de valores, costumbres e idiomas compartidos, los recuerdos de los amigos de la casa de tiza. El anhelo de regresar, la certeza de lo imposible: el lugar ya no existe en ningún idioma. Pero las palabras de mi padre calaron hondo en mi ser. No podía arriesgarme a concebir un hijo metafórico. Otro «último leproso».

Para el común de la gente, los años transcurren. Para nosotros, «pesan». Los sábados busco a mi amiga por el asilo y la llevo de caminata por el barrio. Nos hemos mudado unas cuantas veces, nunca demasiado lejos.

Hoy la encuentro más taciturna que de costumbre. Hago bromas tontas, le señalo un nido de palomas. Apenas lo mira. Al llegar a la cuadra de «la Polilla», noto que su humor empeora. Comienza a resoplar como un caballo.

—Vaya metamorfosis —suelta. Luego clava sus ojos cabreados en los míos y tensa la mandíbula. Sin emitir palabra, deja caer los hombros.

—¿Qué ocurre, querida? —pregunto en tono conciliador.

Ella levanta las palmas de las manos y las sacude. La conozco lo suficiente como para saber lo que la agobia: no encontrar las palabras. Finalmente traga aire y coraje y dice: «¡eeeeespejo!».

Yo asiento y aliso su frente con un beso. Luego le digo la frase que sé que la tranquilizará, pero que no puedo reproducir aquí, por pecar de abstracta. Ella besa mis manos con gratitud. Es el alzhéimer, que le roba poco a poco el idioma que tanto le costó aprender en la casa de tiza. El de la gente normal. Pronto seré el único en el mundo capaz de comunicarme con ella.

—No te preocupes, Bazooka —la consuelo mientras reanudamos la marcha. —Te prometo que la próxima vez (la última de las últimas) yo me ocuparé de cerrar la puerta.

Ella sonríe con picardía.

—El último de los leprosos.

—Eso mismo, amiga. El último de los leprosos.

Imagen: casa amarilla – Bing images

NATALIA DOÑATE

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