De escarabajos azabaches

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la casa de las arenas
Blog literario

Más se retorcía la alimaña, más se adentraba el pegamento viscoso en su pelaje. Con las patas traseras empantanadas y la colita en inerte zigzag de lombriz reseca, aún prestaba batalla. Se rindió, sin intención de metáforas, en el momento justo en que su cabeza tocó la base. Y ahí quedó. Recién entonces osamos mirarnos. Yo anticipaba rabia, el odio contenido de las bestias, pero me sorprendió con humildad. Sus ojos negros y húmedos denotaban una tristeza absoluta. Éramos los animales más desgraciados del mundo. Empecé por maldecir al empleado de Stop-Plagues que nos había abandonado en esa penosa situación, sin experiencia ni instrucciones. ¿Dónde estaba el malnacido ahora? ¿Cenando con su mujer, quizás? ¿Aprovechando el 2×1 del cine de los miércoles? Y nosotros en mi jardín, verdugo improvisado, fierecilla asustada, un frío del demonio.

Procuré darme bríos recordando las fantasías de venganza que había tramado contra el intruso. Ahogarlo. Electrocutarlo. Quemarlo con agua hirviendo. Hacerle tragar una a una todas las pepitas de enfermedades negras que había sembrado por la casa. Prenderlo fuego ahí mismo, en esa parrilla en la que por su culpa y la de los de su clase ahora me repugnaba la idea de hacer asados, su otrora lugar preferido, después de mi cajón de la cómoda, en el que se había ocupado de mordisquear, una a una, todas mis agendas comprendidas entre el 2007 y el 2020, a excepción de la del 2010, con la que tuvo inexplicable piedad. Décadas de mi vida perdidas en un suspiro. Lo iba a matar, no cabía duda. Faltaba idear el cómo.

Media hora transcurrió sin que me decantara por ninguna opción. Mi indecisión comenzaba a defraudarlo.

—Más te habría valido cruzarte con un gato —atiné a reprocharle. —O comer una de las golosinas que te obsequió el fumigador. Podrías haber muerto de mil maneras más consideradas, pero claro, tenías que arruinarme esto también.

El aludido se limitó a seguir observándome desde su forzada reverencia. Yo seguía oyendo sus patitas correteando por la noche, dando pasos que parecían humanos. Rascando. Yo también tenía derecho a la melancolía. La hora de dormir es desoladora cuando se convive con plagas.

«Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado» recitó mi difunto abuelo. Protesté al aire, y con razón, porque es sabido que Platero era un asno y no un ratón. Porque es inmoral que dos especies tan dispares compartan ojos. Y no, no es justo que siempre me toquen los escarabajos tristes en las noches de julio. Yo debía estar cenando en familia, o viendo una película en el 2×1. El fumigador era el que tenía que estar asesinando. Un cebo lo pone cualquiera. Una trampa ni hablar, es una idiotez. Pero hay que tener estómago para ser la última imagen en los ojos de un Platero.

Una corriente eléctrica interrumpió mis cavilaciones. Quise aferrarme a la reja de la cocina y por poco caigo al suelo. Se me habían entumecido ambas piernas. El ratón no captó la ironía, o se rehusó a festejármela, pero le sonreí de todos modos. Poco a poco fui dando suaves brincos, luego pateé el césped con la fuerza de un elefante -diez veces con una pierna, diez con la otra- y me di sendos puñetazos en los muslos.

«Perdón si te asusté«.

Soporté en silencio el dolor que ocasiona la sangre cuando vuelve a su lugar y, una vez recuperada, decidí que era hora de actuar. Había perdido tiempo valioso analizando una situación imposible. Desenrollé la manguera verde y amarilla que guardaba en el hueco entre la entrada y la parrilla y apunté con furia al ratón.

A la fecha no sabría decir si lo hice por buena intención o por cobardía. El resultado fue el mismo; el animal se sacudió con fuerza y, ante un chillido estridente de mi parte, ironía que tampoco supo apreciar, resbaló del pegamento y huyó al galope hacia la casa de los vecinos.

«Lo dejo suelto y se va al prado».

Un objeto colorado flotaba entre cenizas y restos de pegamento. Un cebo a medio masticar. Pospuse la limpieza para el día siguiente y me dirigí victoriosa a mi alcoba, ignorando que seguiría sintiendo las patitas corretear en la oscuridad por largas e incontables noches.

Imagen:https://es.wikipedia.org/wiki/Mus_%28animal%29#/media/Archivo:%D0%9C%D1%8B%D1%88%D1%8C_2.jpg

NATALIA DOÑATE

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