Nunca es tarde

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            —Nunca es tarde para aprender —retrucó con altura la señora de la sombrilla verde, mientras giraba el libro electrónico en busca del botón de encendido. Los ojos burlones de su marido regresaron al periódico. Ninguno de los dos se dignó a mirar al niño. A éste no le importó. Estaba acostumbrado. Tomó las estampitas y continuó su trayecto. La arena le quemaba las plantas de los pies, pero prefería vender en la playa, donde la gente era amable y relajada. A los hermanos pequeños se les daban mejor los semáforos.

Distraído, golpeó su dedo meñique con algo a medio enterrar. Se trataba de un balde amarillo con el asa rota. Constató que nadie lo echaba en falta y decidió que sería suyo. Tímidamente lo sacudió y lo llenó con agua de mar. Poco a poco le fue agregando arena. Cuando lo sintió bien pesado, pero no demasiado seco, lo volteó. Era un comienzo prometedor. Con la mano ahuecada cavó una puerta que atravesaba el montículo de punta a punta y la decoró con un arco de caracoles. A continuación, hizo el típico foso que solía ver en las obras de otros niños. Sumó un puente, una banderita de papel y un anexo donde guardar tesoros.

A falta de cámara y camarógrafo, tomó una foto mental. Luego, con la apatía de quien sigue un instructivo, o acaso una receta de cocina, saltó sobre el castillo, reduciéndolo a un cúmulo de arena y caracoles en forma de hormiguero.

Aún sin ánimo de rendirse, decidió doblar la apuesta. Entre aspavientos, como si estuviese siendo atacado por insectos invisibles, corrió hacia el mar. Empapado volvió a la arena, donde se revolcó hasta quedar apanado como una milanesa. Nadie notó el contraste entre sus movimientos infantiles y la mirada vacía. Regresó a lavarse al mar y se sentó en el muelle a secarse. La arena lo fastidiaría por el resto del día.

Ya de regreso, se cruzó nuevamente con la mujer de la sombrilla verde. Ésta tarareaba una canción salsera de cara al mar, mientras el libro electrónico descansaba triunfante a los pies de su marido. El niño vio su propia mirada de odio reflejada en los anteojos importados y quiso implorarle que fuera más cuidadosa con las cosas que decía al aire, con tanta frescura. En su lugar, le arrojó un puñado de estampitas mojadas a la cara y corrió despavorido.

Ella, ajena al hecho de que le había generado una falsa ilusión, se sintió de pronto molesta por el sol, por el calor, por el gentío, y decidió volver a casa. Después de todo, ya era bastante tarde.

Tarde para desarrollar la empatía, para ella.

Tarde para aprender a ser niño, para él.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Viktor Hanacek

6 Comentarios

  1. Un texto con mucha profundidad, hay mucha «miga» aquí. Me encanta como hilaste el principio con el final, y en verdad hay gente tan inocente que parecen niños, él pensó que podía aprender a ser un niño, seguramente nunca pudo serlo por su estilo de vida. Me recordó los días de cuando yo vivía en la playa. Casi pude ver a la viejita que la recorría con su mercadería, le decían» la abuelita», quizás nunca pudo jugar como tu personaje. Un día la dejé de ver, y así la vida…

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