La ciudad que mataba mariposas

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La compañía global N.W. conserva algunos rasgos humanos. O al menos eso pensó Orson al recibir el mensaje de su exjefe pidiéndole colaboración, a los siete días exactos de su retiro obligado. Le recordó a la bella Nicole (el «péndulo» para los amigos-; una mujer explosiva que lo había querido y desquerido durante 11 largos años, hasta que un tren bala le había librado de toda disyuntiva, allá por enero del 2053). Curiosamente, en un tren de esa misma línea se subió el pasado jueves, camino al primer encargo como asesor independiente o, como secretamente prefería llamarse, «flamante eminencia informática».

El impacto inicial con la ciudad fue un cachetazo – ¡ay, Nicole, otra vez tú! -, pero al menos uno anticipado, pues los hombres de campo, acostumbrados al trabajo remoto, oían frecuentemente historias sobre la sobrepoblación y furia citadinas. Es harto sabido que los androides de la urbe, intencionalmente variados en su fisionomía, son más gritones, más empujones, más afines a los bocinazos y prolíferos que en cualquier otra parte del mundo. Eso sí, al caminar por la calle es usual toparse con pequeños grupos «sociales» donde no hay dos que evoquen una misma raza. Es en parte lo que atrae a los turistas sedientos de diversidad, quienes suelen ser mirones y un poco violentos. En el extremo opuesto se encuentran los peculiares hombres y mujeres «normales» que optan por vivir en la polis. Ellos son, al parecer de Orson, los verdaderos objetos dignos de estudio. De haberse especializado en Psicología Humana, sin duda lo serían. Se los distingue -muy a pesar suyo- porque sus impulsos difieren, tanto de los de los robots como de los de la gente de paso. Prefieren sentarse a desayunar a hacerlo caminando (y a tal fin aprovechan las cafeterías de utilería, en las que todavía se pueden apreciar algunas sillas de plástico). También gustan de intercambiar frasecitas superfluas con otros seres vivos. El asesor, en el poco tiempo que llevaba allí, ya se había topado con una camarera interesada (genuinamente) en su dieta Keto y con un conductor de taxi que le había preguntado qué tal había estado el viaje. De más está decir que esa gente no mata mariposas.

Debido a la temporada de huracanes, Orson se vio forzado a refugiarse en el ordenador y postergar el trabajo de campo hasta el sábado. Ese día se dirigió temprano al Parque de los Manzanos; según sus investigaciones preliminares, el lugar de mayor afluencia de lepidópteros. Con un simple vistazo validó horas de densa búsqueda en Internet. Luego, café y libreta en mano, se acomodó en un banco de plaza, al calor del solcito, decidido a interferir lo menos posible. Para el mediodía ya había sido testigo de una extensa matanza de mariposas en manos (y zapatos) de los androides, y caído presa de una melancolía que sólo podría opacar con un diagnóstico preciso.

No obstante, antes debía almorzar. Caminó una cuadra hasta la tienda «Go!» donde, sin ningún tipo de contacto humano, se aprovisionó de unos huevos precocidos, 250 gramos de prosciutto italiano de excelente calidad y una barra de chocolate sin azúcar. Se encontraba leyendo la etiqueta nutricional de una dudosa barra de queso cuando, a sus espaldas, resonó la voz de una anciana, que le pedía a un joven que le alcanzara una caja de cereales de un estante superior. Sin siquiera dirigirle la mirada, el aludido se la entregó y prosiguió su camino. «Thank you!» dijo al aire, la mujer. Sus ojos se cruzaron con los de Orson, quien reprimió una sonrisa. En horario laboral era menester no involucrarse. Miró el celular en busca de escape moral, pero el traidor estaba ocupado descargando actualizaciones.

«Demonios» pensó el hombre, a la vez que dejaba abierta una ventana al optimismo. Si algo le había enseñado su experiencia con Nicole era que toda desgracia viene con una bendición.

«¿Cómo me quieres ayudar hoy?» preguntó al destino; único ente abstracto en el que descansaba su fe.

El teléfono hizo un pitido de reinicio y Orson miró al cielo del local, agradeciendo la chispa de inspiración. Una cámara de seguridad le hizo un guiño con su roja lucecilla. El resto del fin de semana lo destinaría a descansar.

El lunes a las 9:15 de la mañana se conectó para la reunión virtual con sus ex-jefes-ahora-clientes de N.W. Orson se había informado previamente, como corresponde, y estaba al tanto de que la actualización que había transformado a los androides en asesinos de mariposas tenía como objetivo dar a éstos un trato más humano, pero ¿de dónde provenían las funciones agregadas? Releyendo la documentación había notado que éstas databan del 2022, lo cual le parecía extraño.

— ¿Por qué ese año? —consultó a los seis rostros que lo observaban desde la pantalla. Una joven de ojos negros y brillantes tomó la iniciativa.

— Fue un poco al azar, o así parece —indicó, dubitativa. — Los técnicos rastrearon frases cordiales como «que tenga un buen día» y «con permiso». La época en que se habían cargado resultó ser esa, como podría haber sido cualquier otra. Aunque ya en ese entonces fallaban, no entiendo para qué insistieron. Como último recurso agregaron manualmente las expresiones «hola», «gracias», «por favor», pero no hubo caso. El programa las saltea, las pasa de largo. Los robots sólo se comunican cuando necesitan algo.

La repentina carcajada de Orson descolocó al comité, cosa que disfrutó hondamente. Luego, fingió recatarse y prosiguió.

—El código social está perfecto, pueden hacerlo a un lado —explicó. —Dejemos esa cuestión para después. Por el momento, aboquémonos al asunto de las mariposas, que es el que me compete. Hay que analizar a fondo qué ocurrió aquel año, a ver si encontramos una explicación lógica.

Los clientes asintieron.

—¿Cuántas personas necesitará en el equipo? —preguntó un hombre joven de rizado cabello rubio.

—Por el momento, me conformo con Google, murmuró Orson. Al cabo de unos minutos, sonreía.

—Eureka. Atentos, que les voy a compartir pantalla.

Seis frentes intrigadas se acercaron al unísono al monitor, en el que se apreciaba el siguiente titular: «Autoridades alertan por invasión de mosca linterna moteada«. Se trataba de un artículo de agosto del 2022, en el que se advertía a la población sobre una especie destructora del ecosistema y las cosechas, a la vez que se pedía colaboración con su eliminación. El procedimiento consistía básicamente en darles golpes y pisotones. Orson carraspeó.

— La diferencia entre esos insectos y las mariposas son más que obvias para nosotros, pero ¿lo serían para un androide que nunca ha visto uno?

—Aquí dice que las moscas se extinguieron hace décadas —observó una mujer, mirando su celular. —O más bien, fueron exterminadas.

—Exacto —asintió Orson. Probablemente esa sea la razón por la cual no se previó diferenciarlas de las mariposas. El problema fue que, al traer el código viejo, los robots las asociaron. Agreguen una distinción, o simplemente borren esa línea y asunto zanjado. Ahora, si me disculpan —agregó mientras amagaba incorporarse —voy a aprovechar los días que me quedan para pasear un poco.

—¡Un momento! —lo detuvo el ex-jefe-ahora-cliente, con una palma en alto. —Usted nos dijo que el código estaba perfecto. ¿Acaso sabe a qué se debe la frialdad de los androides?

El asesor se acomodó hacia atrás con expresión cansada. Acto seguido se sonó el cuello.

—Ah, sí, quedaba pendiente esa cuestión. Pero para mí es todo un problema.

—¿Malas noticias? —preguntó, pesimista un hombre de traje.

—Para ustedes, en absoluto, no se preocupen. El asunto es bien fácil. Para mí, en cambio, es un incordio.

Tras una breve pausa dramática, prosiguió.

—Verán. El ataque a las mariposas está ligado a la falta de cortesía de los androides, ya que los intentos de corregir esto último ocasionaron el nuevo problema. De haberme consultado meses antes, habríamos resuelto esto en un día.

—¡Pero si sabe cómo solucionarlo, igual es un notición! —exclamó el CEO, confundido.

—Sí, sí. Para ustedes, lo es —asintió Orson con fingida paciencia. —Pero para mí no, ya que he resuelto dos misterios cuando sólo me han pagado por uno.

Los espectadores se movieron incómodos en las sillas. Tras un minuto de tajante silencio, el cliente aceptó la derrota.

—Veo que no va a tener ninguna gentileza hacia nosotros, después de todos estos años. ¿Cuánto quiere?

Esta vez el analista no se anduvo con rodeos. Estaba cansado y quería iniciar sus vacaciones.

—Este problema llevó a la muerte de miles de mariposas, una especie en extinción. Y quién sabe cuántos errores más vendrán si no lo arreglan. Me parece justo pedir tres veces mi paga anterior.

—Usted no tiene corazón —sacudió la cabeza el aludido.

—O quizás tenga rasgos androides —bromeó el informático. —¿Hay trato?

—Hay trato.

—Bien —prosiguió, a la vez que se arremangaba la camisa. —El trabajo que tienen por delante es intenso, pero muy simple. Hay que reiniciar a todos los robots al mismo tiempo. Como el código está correcto, no será necesario hacer más nada.

La concurrencia protestó, evidentemente defraudada.

—¿Como un ordenador cualquiera? —Eso ya se ha hecho. ¡Hombre! Que fue lo primero que probamos.

El CEO sacudía la cabeza mientras el resto hablaba por lo bajo.

—Me imaginé —dijo Orson entrecerrando los ojos. —¡Ah, sí! Olvidé aclarar el detalle más importante.

Con agrado comprobó que nuevamente tenía la atención de todos. Se incorporó, tomó su abrigo y, ya de salida, agregó:

—Esta vuelta, cuando carguen a los «humanos modelo» para el programa, hagan el favor de no ser tan imbéciles de elegir todos neoyorquinos.

NATALIA DOÑATE

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