Tesoros

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La cantidad de mosquitos excedía por unos cuantos miles el cupo previsto para mayo. Fue por eso que debió cortar la rosa. De ser febrero, la habría dejado deshojarse a sus anchas entre inhalaciones apasionadas de su parte; camino al auto, entre paseos por la cuadra, ante operativos varios de relleno del cebo para hormigas. Pero ésa era, a su pesar, la última flor que daría la planta hasta la primavera siguiente. Ningún enjambre de insectos impuntuales les iba a robar la despedida. Así fue como, tras un seco tijeretazo, se apropió de la maravilla. La atesoró entre cuatro paredes durante un día y medio -y su noche por defecto- lapso en el cual apenas sació su anhelo de fucsia, de verde casi plástico, de aroma frutado. Quien tenga un rosal de este tipo comprenderá sus deseos de compartirla.

Solo él sabrá apreciarla” pensó. Poca gente había conocido a lo largo de los años que tuviera ese don. Esa idea simple le trajo tanta añoranza, con tanta urgencia, que, a falta de un antónimo para “huir” se consoló con decirse que partiría de inmediato. Contaba con unas dos horas antes de que los niños volvieran del colegio. Mientras buscaba las llaves del auto se le ocurrió que quizás no recordaría el camino. De todos modos, manoteó la cartera. Los cuatro mosquitos que se unieron al paseo le sirvieron de ayuda cuando los pensamientos oscuros empezaron a invadir su mente. Procuró espantarlos con dudas más apremiantes, más útiles:

—¿Norte o Sur? ¿Izquierda o derecha?

El paisaje, cada vez más familiar, ratificaba sus decisiones con emoción. Ya segura de que llegaría, se dejó amortajar por la melancolía. Pensó en el gato que había dejado en casa, quien había cumplido dos años sin que él lo conociera. Aunque, siendo sincera, más grave era el asunto del perro, pues éste había muerto de viejo sin que los llegara a presentar. ¡Con lo que le gustaban los animales! Le resultó imperdonable. ¿Cuánto tiempo llevaban en realidad sin verse? El corazón casi le explotó cuando cayó en la cuenta de que ni siquiera había visto a su hija de once años: Tati no tenía ni una foto con el bisabuelo.

Se supo entonces una basura de persona, la peor nieta del mundo. No le alcanzaría la vida para pedir perdón. Si es que alguna vez encontraba la casa, claro está.

Lo hizo. Estacionó el auto sobre la avenida Gaona, en el espacio de siempre. Allí comprobó con horror que alguien había pintado la fachada de color azul hospital.

Lleva doce años a solas, sin nadie que le haga las compras, sin cuidadores, ni visitas. Qué le va a importar la fachada, si ya debe ser un esqueleto, o quizás ni eso”.

Con el último atisbo de esperanza tomó la rosa, silenciosa copiloto, dispuesta a olerla una vez más. La culpa, que bien dirigida no escatima en dulzura, no deja de ser un privilegio de los vivos.

Con firmeza empujó la puerta, en un forcejeo medido que le resultó familiar. “Pero no, no esta puerta” pensó, “la de la biblioteca del fondo”. Fue bienvenida por un salón comedor en ruinas. Por si acaso esquivó con cortesía el espacio amenazador bajo el candelabro oxidado y protegió recuerdos futuros de los tristes figurines de Lladró -que evocaban entonces los restos humanos de Pompeya-, de las cajas de famélicas cucarachas, del llanto negro de las paredes. No con menos prisa atravesó el dormitorio, en el que intercambió un guiño amistoso con el colorido caballito que había dibujado de niña, curiosamente exento del polvo. Por fin pudo divisar el rectángulo de luz anaranjada que señalizaba la entrada a la cocina. Avanzó con creciente pánico.

«Siempre adelante, siempre adelante«.

Lo primero que cobró sentido fue un par de manos cubiertas de arañazos de perro y moretones (pero manos vivas, al fin). La izquierda lucía dos anillos dorados, uno visiblemente ajustado, pues un muro de carne se erigía a los costados. Se hallaban entrelazadas con firmeza sobre la mesa de melamina blanca, en grata compañía de un «Cosmos» de Carl Sagan.

—¡Hola, pequeña! —Saludó él, como quien recibe a alguien que ha visto el día anterior.

—¡Abuelo, estás bien! —La mujer se arrojó a sus pies con desesperación. Tanteó en derredor en busca de la rosa, a sabiendas de que su belleza no compensaría el olvido, la desidia, el abandono. No la encontró. Nada contrastaba con la aspereza de ese suelo de gris desierto.

—Soy una mala persona, abuelo —sollozó ella. —Olvidé por mucho tiempo que tenía que venir, y encima soy tan estúpida que perdí el regalo que traía para vos.

Condimentó las lágrimas con un ataque de hipo, lo que le dio la apariencia de una niña extraviada.

—¿Cómo es posible que sigas aquí? ¿Y cómo es que estás tan joven?

—No lo sé. ¿Será porque ando muy bien acompañado? —retrucó él a la vez que señalaba con énfasis hacia el ángulo opuesto de la mesa.

La mujer entendió que debía mirar debajo. Con tensa lentitud dejó que sus dedos recorrieran la superficie lisa hasta llegar al extremo. Luego se aferró con firmeza y se agachó. Entonces, la vio. La pequeña, de unos cuatro o cinco años, se hallaba sentada en posición india con el rostro cubierto con las manos. A sus pies, el osito Miguelito. Al parecer, la falta de experiencia en el mundo le aseguraba que podía volverse invisible si se tapaba bien los ojos. De su fino cabello emanaba un aroma familiar. Manzanilla. La mujer la saludó con alivio.

—Hola, Natalia. Qué gusto verte.

Se había reconocido por el conjunto de campera y pantalón de sire que usaba de niña, en aquella época extraña en la que estaba de moda la ropa chillona y arrugada. Todos en la familia tenían uno, pero por el momento le bastó con recordar el suyo, el cierre que se trababa, el pitucón en la rodilla izquierda, los colores que desafiarían al tiempo, al espacio.

(¿Acaso debo aclararlo?. De acuerdo, era fucsia, con rayas verdes).

NATALIA DOÑATE

3 Comentarios

  1. Vaya, esta historia es profundamente emotiva y sorprendente, especialmente con ese giro al final donde todo se conecta de una manera inesperada. Me ha conmovido mucho la forma en que el relato captura esa sensación de arrepentimiento y la importancia de las relaciones familiares, todo entrelazado con un poco de magia o misterio que hace que te quedes pensando en lo que acabas de leer. Es de esas historias que te dejan un poco melancólico pero también con una sonrisa, pensando en las segundas oportunidades y los lazos que nos unen.

    • Gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar, lo aprecio mucho. Suelen salir textos así cuando se cuela el recuerdo de mi querido abuelo Ángel 🙂

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