Una vuelta de tuerca

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Perderse a conciencia en una ciudad desconocida es una de las pocas experiencias mundanas que el vocablo «cliché», que imagino de nariz respingada y expresión de asqueo, no ha conseguido estropear, al menos en mi caso -y más aún si el lugar en cuestión es tan bello como Barcelona. Aunque conviene aclarar, para ser justos, que yo suelo extraviarme involuntariamente, tanto en tierras extrañas como volviendo a casa de la panadería.

Afortunadamente cuento con un brazo amigo al que me aferro y en el que confío ciegamente. Su dueño, de ojos atentos a esas invenciones que los mortales llamamos «carteles», erudito en los misterios del GPS, me conduce con paciencia por las calles y recovecos. Yo me limito a mirar todo lo demás, que no es poco, y a señalarle los semáforos en verde y las alcantarillas. Alguien menos romántico diría que somos «un roto para un descosido». El caso es que funciona.

Estos días todo me llama la atención. El milagro de la plantita de albahaca en un balcón sin sol, la rubia cabellera natural de una turista nórdica, las chocolaterías que saben robar una sonrisa a mi niña interior -y unos cuantos euros a la adulta-, innumerables bocanadas de fuego abrigando a los intrépidos que comen fuera del restaurante en pleno otoño y demás maravillas que se hallan a la altura visual de esta humilde peatona, quien a su vez debe recordar elevar la vista para apreciar las cúpulas, fachadas y balcones.

El exceso de estímulos me trajo aparejado un imprevisto ayer por la mañana. Me dejaba llevar alegremente hacia la Sagrada Familia cuando, justo al doblar la esquina (un lector atento sabrá que no podría decir el nombre de la calle aunque mi vida dependiese de ello) me topé con una tuerca oxidada. Y pensé: «para Dora«. El hecho me resultó curioso, pues Dora es la madre de una ex amiga de la infancia a la que no veo desde hace más de quince años. De hecho, es probable que ya haya fallecido. Pobre Dora.

Tenía el cabello muy recto y lacio. Lo llevaba más largo de un lado que del otro, para así generar un efecto inclinado que disimulara su renguera. Al igual que Gaudí, un sujeto aparentemente muy apreciado por estos lares, Dora era arquitecta y, por ende, una entendida en cuestiones de estética y equilibrio. Coleccionaba tuercas que encontraba por la calle. Desconozco si el señor en cuestión también lo hacía, pero sé cuál era su idea de belleza: consideraba que un objeto era estéticamente agradable en la medida en que cumplía la función para la que había sido creado. Desde ese punto de vista, pocas cosas son tan bellas como una tuerca. Y Dora lo sabía. A pesar de sus molestias físicas se tomaba el trabajo de agacharse a recogerlas, para luego llevarlas a su departamento de la calle Gaona, donde las pegaba prolijamente a una caja de madera. Tenía apenas un par de decenas, un número que dista de impresionar si uno piensa en lo simple que es dirigirse a una ferretería y comprar cien, o quizás mil tuercas. Pero a ella sólo le interesaban las que encontraba en la calle; las que la encontraban a ella. Cada pieza de su escueta colección tenía una historia detrás, de la que ella ni nadie sabía nada. Tal vez esa sea la razón por la que jamás se hizo famosa.

El irrelevante recuerdo de aquella «caja-museo» y su intrascendente curadora, y peor aún, las elucubraciones sobre una amistad que no ocurrió ni ocurrirá jamás, al menos en este plano, seguidas de una vaga hipótesis sobre cómo la sumatoria de rasgos superfluos forman una personalidad, me tuvieron dispersa -brazo salvador en mano- por quién sabe cuántas cuadras de imponentes edificios llenos de historias, rozando a mi paso los abrigos de incontables sujetos -seguramente muy interesantes- que no volveré a cruzar, atravesando como en un sueño los coloridos puestos de chucherías hasta llegar a la mismísima Sagrada Familia, cuyo ego sufrió un cachetazo al aguardar en vano mi atención, inmune al encanto de sus altas torres que jamás alcanzarán al cielo -así pasen otros ciento treinta y ocho años- y dejando intacta la virginidad visual de sus recovecos, mientras suspiraban los santos en las alturas sin que yo me interesase siquiera por averiguar sus nombres. Apenas atiné a sonreir cuando el brazo amigo me soltó para tomarme una foto, desenfocados mis ojos como cuando se observa a través de los cristales que adornan las escaleras de la casa Batlló, inmersa mi mente en una ilusión submarina, tan indefinida, volátil y difusa como opuesta en esencia a los compactos lados de una tuerca.

Si alguien desea verla, me escribe y le averiguo la dirección. Calculo que debe seguir allí.

NATALIA DOÑATE

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