Ocho pares de ojos se midieron con rapidez. Se incorporó el hombre más joven quien, perdido por perdido, optó por ser amable y le ofreció el asiento con una amplia sonrisa.
Tras un fugaz agradecimiento, ocupó su lugar. Habría preferido sentarse cerca de la ventana, pero el puesto estaba tomado por una embarazada. Imposible. Suspiró malhumorada. Ocho personas, más una adentro. Tres horas de espera mínimo. Esta mujer siempre hacía lo mismo, los juntaba como ganado.
Hojeó una vieja revista. Dos, tres. Recortó una receta de budín de naranja y la escondió en su bolso. Se le antojaba un alfajor, pero no podía, por la muela. Fue al baño. Tomó agua del dispenser.
Se abrió la puerta del consultorio y la dentista despidió a un señor mayor. El joven que le había dado el asiento se retiró con él. Excelente, ¡dos por uno! Entró la embarazada y ella se movió rápidamente al sillón de la ventana. Justo sonó el portero. Un adolescente con la madre. Hacía un calor infernal. Se sirvió otro vaso de agua. ¿Por qué tardaban tanto? La gente era egoísta, eso pasaba. Nadie se apuraba una vez dentro, cero respeto por el tiempo ajeno. Hoy le iba a decir algo a esa mujer. No se puede calcular tan mal un turno. Los nervios se le subieron al estómago y creyó que iba a vomitar. Pasó. Más agua. Más baño.
Una hora después ya estaba francamente harta. Su muela protestaba con pinchazos esporádicos y tenía los tobillos hinchados. Habían llegado unas cuantas personas más y muchos permanecían de pie, moviéndose de un lado al otro, suspirando. Un joven de ojos claros, probablemente el más inteligente del grupo, entró, vio la cantidad de gente que había, discutió con la recepcionista y se retiró. Ya lo había visto hacer eso en otras ocasiones. No quería perder ni un minuto de su tiempo en ese limbo.
La mujer tomó más agua, fue nuevamente al baño. Entre idas y venidas nadie osaba ocupar su asiento. Los pinchazos en la muela aumentaron; ya ocurrían cada dos minutos. Empezó a caminar de punta a punta por la sala de recepción. La cabeza le iba a explotar.
Finalmente, recibió el llamado. Señora Lacrosse.
— ¡Soy yo! —se apuró a entrar. Ya la iba a escuchar esa irrespetuosa.
La dentista tenía una expresión amable. ¿Cómo está Marta? La encuentro bronceada.
Marta sonrío con un gesto coqueto.
— Ah, ¿se me nota, doctora? Es que estuve de vacaciones con mi hija y mi yerno. Usted sabe, mi nieta es chica y me llevaron para que los ayude a cuidarla y ellos puedan divertirse también un poco. Alquilaron una casa hermosa en Cariló…
NATALIA DOÑATE
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