lunes, diciembre 30, 2024
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El pan de ayer

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blog literario

Cargó sus pulmones de fresco aire nocturno. Cuando regresara a abrir la puerta, el sol ya habría ingresado hasta la primera fila de mesas, que permanecían con sus sillas patas para arriba. El pronóstico vaticinaba un calor sofocante. En su pequeño espacio el clima no era muy diferente, a excepción del olor dulzón, que parecía tener más peso que el oxígeno y pedía ser inhalado de a pequeños sorbos. Hoy le producía un efecto extraño, similar al de la cebolla, pero decidió no llorar. Había mucho por hacer.

Trabajó toda la madrugada. Los utensilios de cocina que hasta el momento habían sido una extensión de sus propios brazos, hoy parecían ajenos. Horas más, horas menos, sabía que ya no le pertenecían. Como tampoco las manchas de los azulejos o el óxido en la canilla.

Las siete y media. Cambió con celeridad el delantal sucio por uno impecable y se dirigió hacia la puerta de entrada. Dolly se veía impaciente. Maldición, había llegado a adorar a esa vieja pesada. Detrás de ella estaban José y Felipe, Doña Clara, Manuel… incluso los dos hombres de traje, que desentonaban en la cola y en el pueblo. A pesar del aire liviano, su garganta se cerró y sus mandíbulas se apretaron como cuando comía pomelo. Pero tragó una bola de vacío y parpadeó. Nada de lágrimas.

Uno a uno atendió a todos los clientes. Algunos se quedaban más de la cuenta, pero a nadie parecía molestarle. Dolly, paquete de figacitas en mano -el doble de cantidad del que solía llevar- miraba en derredor en perfecto silencio. Eso sí que era novedoso. Notó cómo José acariciaba fugazmente el mostrador al retirarse. Horacio, que solía ser algo parco, pidió llevarse algunas servilletas de recuerdo.

«El logo, ¡claro!» Tomó un pequeño pilón y lo reservó en la caja registradora. El resto lo repartió generosamente. De saber que vendrían todos habría hecho un pequeño souvenir, pero ya era tarde. Ambos señores con quienes había firmado innumerables papeles le dieron la mano y le desearon un feliz día, a pesar de las circunstancias. Ella les agradeció el gesto de haber pasado con una porción de torta de frutas, el clásico del lugar.

Cerraría al mediodía. No quedaba mucho por hacer; el objetivo de la mañana había sido más bien simbólico. Limpió con rigurosidad, y, cual enfermera, dejó instrucciones de cuidado pegadas en los electrodomésticos: «sin abrasivos», «encender con media hora de anticipación», «service al 0800-222-3136».

Finalmente tomó su cartera y la pequeña vianda que extendería el sabor a despedida. Pensó unos minutos en la foto enmarcada en la pared. Quitarla arruinaría el efecto al cerrar por última vez y, a decir verdad, tampoco tenía el corazón para descolgarla. «Que se ocupen ellos».

Giró la llave. La versión joven y sepia de su abuelo la miraba con compasión. «Lo hiciste bien, Juanita».

Y Juanita lloró.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.mamirecetas.com/glosario/amasar

Los inmorales

11
blog literario

«Hoy. 10.30 am. Plaza Sarmiento, frente a la iglesia. Bufanda amarilla».

No era mi cita, ni mi aviso. Ni siquiera lo leí en mi diario, sino en uno que se olvidó un hombre en la cafetería. Pero acudí igual. El aburrimiento es mal consejero.

A dos bancos de distancia vi a la pareja encontrarse. Se sentaron uno al lado del otro aparentando no haberse cruzado en la vida, pero yo estaba atenta y bien ubicada y noté que se rozaban los codos. Ella tenía un niño de unos cuatro años que jugaba en las hamacas a pocos metros de distancia. Deseé haber hecho un curso de lectura de labios acelerado, pero ya era tarde. A los pocos minutos, partieron, cada cual por su lado.

Busqué anuncios similares por semanas. Un primero de abril el esfuerzo dio sus frutos.

«Hoy. 10.30 am. Plaza Alsina, esquina kiosco. Boina verde»

Cancelé mi turno con el dentista y me apresuré a la cita. Esta vez quise complicarles la situación y me senté exactamente en el punto de encuentro. Mismo hombre, misma mujer, mismo niño. Él se sentó a mi lado, ellos siguieron de largo. Él lloró.

Al día siguiente un aviso leía:

«Guardaré tu último perfil como mi más valioso tesoro. Buena vida allá en la madre tierra».

Arranqué el papel con bronca y lo arrojé hecho un bollo al cesto de basura.

¿Con qué me iba a entretener ahora?

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Rula Sibai, en Unsplash.com | CC0

Al final del sendero

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Descendió sin prisa del micro. La terminal era en sí un sitio desagradable, pero entre el olor a gasolina y cigarrillos percibió un dejo a barro putrefacto que le quitó sesenta años de encima. Bolso al hombro y agua mineral en mano emprendió la caminata.

Todo lo importante seguía allí. Los sauces con sus verdes cabellos apenas rozando el río, los muelles de húmedos postes donde se refugiaban los coipos y alguna que otra pequeña embarcación despintada y vuelta del revés. La silueta del gran barco abandonado se recortaba contra el cielo, que, en un intento de empatía, había barrido sus nubes emulando el mar. Su tripulación se integraba únicamente por perros abandonados, que lo miraron con desinterés. Se habían desencantado del engañoso hechizo de los humanos desde hacía varias generaciones.

Alegres flores amarillas que pronto se convertirían en volátiles pompones se entremezclaban en armoniosa amistad con los cardos y a lo lejos, una humilde casa deshabitada daba señales de reconocimiento. Se enjugó una lágrima. Ambos estaban viejos y rotos. Como antiguos amantes, tenían sus buenos recuerdos juntos, pero ya no se pertenecían.

A unos pocos metros de la misma, bajo la sombra del árbol de palta al que había trepado tantas veces de niño, se hallaba un montículo de piedras que no necesitaba identificación.

—Pronto, Bobby —susurró con picardía.

El impulso de la adrenalina fue mermando y sus huesos comenzaron a protestar, pero aún tenía cuatro horas antes de emprender el regreso a la terminal. No podía pagar una noche en un hotel, así que tomó una pequeña siesta junto a su mascota. Despertó duro y dolorido.

En el camino de regreso compró fiambres y dulces regionales. Dormitó la mayor parte del tiempo y llegó a casa algo atontado, minutos antes de los primeros cantos de pájaro. No encontró lo que había ido a buscar, pero tampoco sabía qué era eso. Vació el contenido de su mochila sobre la mesa ratona del living y saboreó un pastel de membrillo mientras observaba la llegada del nuevo día desde su pequeño balcón de ciudad.

Tachó un renglón de la lista. El sábado iría a bailar zumba.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor:Eric Snopel Patio FurnitureCC BY-SA

Wander-last

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blog literario

La pintura, arquitectura y escultura se podían quedar con el barroco. Reconocía que les sentaba bastante bien. Pero el arte de viajar debía ser minimalista.

Las montañas la reconocían por su buzo negro forrado de corderito y el jogging gris desgastado en la rodilla. Jamás imaginarían que se trataba de la misma mujer que miraba el mar todos los eneros con su amplio vestido traslúcido, como si fuese su única posesión en el mundo. Los zapatos y el maquillaje no conocían la vida fuera del departamento. Sentían envidia de los anteojos de sol, que se colaban a último momento en cada viaje y se daban aires al regreso. La ropa formal se peleaba por el protagonismo en la percha para ir a París, pues sólo viajaba una muda; la dueña no repetía restaurante.

Lo mejor de viajar liviano era que parte de su carácter se quedaba en casa y podía adoptar nuevos rasgos en el lugar de destino. Del fresco y boscoso camping trajo un renovado placer por lavar los platos a mano. En el departamento de Miami descubrió unas mandarinas que se pelaban con facilidad y que no traían semillas. Europa era sinónimo de caminar días enteros sin planes y de disfrutar de almuerzos frugales y golosas meriendas. Volvió con algo de sobrecarga.

En Buenos Aires no comía dulces, ni salía a caminar y odiaba las mandarinas. Al regresar de los primeros viajes sentía que el placard lleno la agobiaba. Entonces tomaba grandes bolsas y regalaba ropa a montones.

Un verano la encontró perdida en Roma -celular en mano, cual detector de metales- buscando un lugar donde comprar yerba para el mate. Un empleado de una tienda de ropa, que hablaba español porque su novia era argentina, le recomendó un pintoresco almacén a un par de cuadras y terminaron charlaron sobre usos y costumbres. Esa noche la invitaron a cenar y los hizo reír a carcajadas. Luego, se despidieron para siempre, lo que era parte del encanto.

Revisaba las fotos en el hotel cuando se topó con dos de la camarera que había atendido su mesa. En la primera hacía caras, en la otra, sacaba la lengua. Había sido víctima de un photobombing. Su corazón viajero se aceleró. Luchaba por su vida.

Pensó en todas las personalidades posibles, tan infinitas como el mundo mismo, que jamás llegaría a conocer, pero ya no había nada por hacer. Estaba perdidamente enamorada de Italia.

—Aquí me quedo, —decidió con sorpresa.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Sylwia Bartyzel, en Unsplash.com | CC0

La princesa voladora

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Con ojos inquietos analizaba cada tramo del recorrido en busca de hombres sospechosos, mientras le apretaba con fuerza el brazo para hacerle caminar más rápido. En vano intentaba ella distraerla con alguna anécdota del colegio; toda su atención estaba en la calle.

Vivían en una modesta casa de techo verde a pocas cuadras del centro comercial, entre una mercería y un terreno baldío que los niños de la cuadra usaban para jugar. Ella no. Cuando llegaban a la puerta su madre se aseguraba de que nadie las seguía y la metía adentro con prisa. Luego ponía traba, cerrojo y candado y espiaba por la mirilla. Una vez a salvo, le preparaba una rica merienda y, ya alegre como la primavera, le preguntaba por su día.

Ella no entendía cuál era el problema.

—Si viene un ladrón yo le voy a quemar las manos en la hornalla, má —le había dicho una vez, pero ella seguía preocupada.

—También puedo atarlo rápidamente con una soga y llamar a la policía, si no querés que lo lastime.

Sus iniciativas eran agradecidas con sonrisas y besos en la frente, pero el ceño de su progenitora permanecía fruncido.

Después de merendar miraban los dibujitos animados de la tarde y luego se iba sola al cuarto a hacer la tarea. Le gustaba perderse en el cielo azul rayado por los barrotes de la ventana e imaginar que volaba. Algún día lo haría. Saldría con los brazos desplegados envuelta en una sábana y aterrorizaría a los malos para que dejasen de perseguir a su mamá. Si alguno se pusiera impertinente, lo elevaría por los aires y lo abandonaría en la rama más alta de un pino, donde gritaría por ayuda hasta ser rescatado con una larga escalera. Los bomberos, confundidos, oirían risas a sus espaldas, pero al voltear no verían más que el aire.

Ella ya estaría lejos; sobrevolando el río, apenas rozando el agua con la panza y atrapando peces de colores para la cena. En casa la aplaudirían, porque el kilo de merluza estaba cada día más caro y con el tiempo, el rumor de «la niña voladora» llegaría a los vecinos y todos le encargarían pescado, que ella repartiría gustosa a cambio de gaseosa y queso rallado, que siempre faltaba en casa.

Como cabría esperar, la niña creció para convertirse en un adulto perfectamente normal. Sólo conservó un superpoder.

Jamás necesitó cerrar con llave.

NATALIA DOÑATE

Imagen de: Bernabé Expósito en imagenesgratis.eu | CC BY-SA 4.0

Piazza Navona

8
blog literario

Una paloma gris se posó sin gracia sobre la cabeza de Neptuno, pero éste, ocupado en temas menos mundanos, no le prestó atención. El turista, tampoco. Sufría con cierto deleite la sensación de hormigueo que le inspiraba la nereida, en especial en la yema de los dedos. Ansias de tocar.

Deseó fervientemente recorrer los fríos relieves como si, al adaptar las manos a sus contornos, pudiera aprender el arte de moldear el mármol. Pero no lo hizo. La dama le merecía el mismo respeto que las esculpidas en carne quienes, etéreas, arrojaban monedas al agua y desaparecían entre la multitud. Se aproximó a uno de los caballos, pensando en un oxímoron que no terminaba de formular, pero que se relacionaba con el movimiento y gracia de la roca, más fluida que el agua que la contenía.

Al otro extremo de la fuente, una mujer de pálidas mejillas, frente generosa como sus caderas y copiosos cabellos hacía a su vez su propio rito de admiración. Había visitado la escultura durante la mañana, el mediodía y la tarde, y ahora la apreciaba ante la luz anaranjada del atardecer. No tomaba fotos, pues desconfiaba de los intermediarios. Cuando sus pupilas no resistieron un ápice de belleza más, observó con ojos llorosos al hombre, quien, a su vez, levantó la cabeza y la vio.

La sincronización en perfecta armonía les robó una sonrisa, que derivó en un café.

Charlaron con alegría hasta que la fontana volvió a mutar sus colores, reclamando devoción. La observaron por un largo rato y coincidieron en que los caballos se veían más aterrorizados bajo la luz artificial. Sería interesante regresar un día de lluvia.

No se enamoraron. Las sutilezas del amor son más delicadas que el más bello de los monumentos.

Piazza Navona

Una colomba grigia si posò senza grazia sulla testa di Nettuno, ma quest’ultimo, occupato su temi meno mondani, non gli prestò attenzione. Neanche il turista. Soffriva con piacere la sensazione di formicolio che gli ispirava la nereida, in particolare nella punta delle dita. Ansie per toccare.

Desiderò ardentemente percorrere i freddi rilievi come se, adattando le mani ai suoi contorni, potesse imparare l’arte di modellare il marmo. Ma non lo fece. La signora  meritava lo stesso rispetto di quelle scolpite in carne che, eterea, gettavano monete nell’acqua e sparivano tra la folla. Si avvicinò ad uno dei cavalli, pensando ad un ossimoro che non finiva di formulare, ma che si riferiva al movimento e alla grazia della roccia, più fluido dell’acqua che la conteneva.

All’altra estremità della fontana, una donna dalle guance pallide, fronte generosa come i suoi fianchi e copiosi capelli faceva a sua volta, il proprio rito di ammirazione. Aveva visitato la scultura al mattino, di mezzogiorno e di sera, ed ora l’apprezzava davanti alla luce arancione del tramonto. Non scattava foto, perché diffidava degli intermediari. Quando le sue pupille non resistettero un’altra punta di bellezza, guardò con occhi lacrimosi dell’l’uomo che, a sua volta, alzò la testa e la vide.

Il tempismo in una perfetta armonia rubò loro un sorriso, che portò in un caffè.

Chiacchierarono con gioia fino a quando la fontana mutò i suoi colori, reclamando devozione. L’hanno osservata per molto tempo e hanno convenuto che i cavalli sembravano più terrorizzati dalla luce artificiale. Sarebbe interessante tornare in un giorno di pioggia.

Non si innamorarono. Le sottigliezze dell’amore sono più delicate di un qualsiasi bel monumento.

NATALIA DOÑATE

Traducción al italiano: Antonio Perrone

Foto de: https://guias-viajar.com

Ema

2
blog literario

La pequeña quería un hámster. Con ayuda de su hermano mayor buscó fotos en la computadora y decidió que el suyo sería blanco y marrón. También aprendió cómo cuidarlo. Necesitaría una jaula -preferentemente de plástico, pues había unas muy bonitas de colores- comida, agua y virutas de madera. No debía tocarlo los primeros días o podría matarlo del susto.

Recordó que les gustaban los túneles.

—Mamá. ¿Me podés guardar el cartón de los rollos de papel higiénico?

La madre asintió, creyendo que se trataba de un proyecto escolar.

Semana a semana fue juntando más y más tubos, que pegó con cinta adhesiva para hacer un gran circuito en forma de ocho, al que se accedía mediante un pequeño agujero en la base. Le pareció algo tosco, así que lo pintó de colores y le puso un cartel de bienvenida.

Finalmente, tomó una hoja del cuaderno del colegio y armó una lista de sus tareas y responsabilidades hacia la nueva mascota:

  • PEINARLA
  • BANIARLA
  • ACARISIARLA
  • JUNTAR CACA Y PIS
  • SERBIRLE COMIDA
  • CANTARLE CANSION PARA DOMIR
  • LIMPIAR LA CASA
  • DESPERTARLA A LAS DIEZ Y MEDIA (MAÑANA)

Se encontraba decorando la hoja con dibujos y corazones cuando su hermano la llamó desde la habitación. Había encontrado un video interesante sobre cómo amaestrar roedores. Un mundo de posibilidades infinitas se abrió antes sus grandes ojos. Agregó «Enseñarle trucos» a la lista.

La pequeña quería un hámster. Nunca se lo compraron.

Igual le puso «Ema».

NATALIA DOÑATE

La paleta perfecta

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Sutiles amarillos y lilas de dulce aroma decoraban los aceitunados palillos a mi alrededor. A lo lejos, recortado en azul cielo apenas pincelado de blanco se amarronaba el tiempo en un castillo.

Tres altos y añejos verdores se mecían ante una fuerza invisible y afable mientras yo, apenas un trazo gris en el verdegal, buscaba apaciguar mi sed de más colores.

Rojos y violetas serían inadecuados en ese entorno pastel; destacarían demasiado. El negro podría volverse un peligroso agujero capaz de succionar una galaxia entera y con ella, mi paisaje. Unos pocos reflejos plateados arrojados al azar crearían confusos espejismos, dando una falsa ilusión de agua a los pobres animales.

Por lo visto, sería preferible no alterar nada.

Satisfecha ante la paleta perfecta me encontraba cuando, a mis espaldas, un joven de ensortijados cabellos anaranjados descendió de su caballo y se quitó el sombrero. Con impecable dicción me ofreció su compañía.

En mis mejillas floreció el rosado.

NATALIA DOÑATE

Viento del sur

6
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El ciruelo de mi jardín adolecía de una dicotomía estacional. A medias desnudo, a medias rebosante de hojas, me señalaba desde qué lado avanzaba el otoño este año. De hablar su idioma podría haberle ahorrado la molestia, pues yo ya lo sabía; me dolía el oído izquierdo.

Una mariposa se posó en su rama seca, quizás con la intención de probar la nueva temporada, de la que poco llegaría a conocer. Yo decidí hacer lo inverso y, a pesar de no tener ningún gusto en particular por el calor o los mosquitos, me tomé unos minutos para mirar a la derecha, hacia lo que quedaba del verano.

Encendí mi ordenador e ingresé a un sitio de la costa atlántica al que suelo acudir una vez al año, cuando siento los primeros síntomas de nostalgia. Con grata sorpresa noté que habían sumado una cámara online a las dos que ya conocía. Un tercer ojo.

La primera vista -la de la avenida- la utilizaba para imaginar cómo sería vivir allí. En ese mismo momento podría estar andando en bicicleta, como el hombre de casco verde que charlaba con el policía de tránsito en el semáforo, o regresando de hacer las compras, abrigada con un buzo blanco y con dos bolsas pesadas en cada mano.

El día estaba apropiadamente vestido de gris para recibir al otoño, que por lo visto había desarmado ya las valijas y se encontraba saboreando un último helado bajo el gran techo de chapa verde de la esquina. Pocos vehículos, entre ellos una camioneta que transportaba garrafas de gas, sumaban movimiento al paisaje, dando fe de que la vida continuaba sin mi presencia. Mi lado narcisista sintió un pinchazo.

Pasé a la segunda cámara, donde una pareja de mediana edad miraba el brumoso mar desde un banco en la rambla. Aún sin banderines a la vista, se intuía el viento del sur partiendo hacia el continente. Eventualmente llegaría a mí, pero despojado del sabor a sal que tanto me gustaba.

Conté a seis personas en la arena. Seis extraterrestres con los que no entablaría amistad. A mi modo de ver, la playa se disfrutaba con pies limpios y ojos colmados de arena y mar. Pasé a la nueva cámara.

Abarcaba una parte de la rambla, pero desde un ángulo en el que destacaban los coches estacionados, de los que tengo de sobra en la ciudad. Un señor luchaba con una sombrilla roja que se negaba a abrirse, a la vez que una joven pareja buscaba hacer lo opuesto con un cochecito de bebé para meterlo en el auto. Energías mal distribuidas. Turistas. Nada de mi interés.

Regresé al muelle, donde todo fluía. La señora del banco había quedado sola, ajena al hecho de que yo estaba viviendo a través de ella. Su marido -ahora mi marido- había ido en busca de facturas. Dos con pastelera, dos con dulce de leche. Churros aparte para la merienda. De seguro olvidaría las servilletas y tendríamos que limpiarnos con la bolsa de papel.

Un escalofrío me devolvió a la ciudad. La mariposa ya no estaba. La nostalgia, tampoco.

Con un abrigo liviano estrené oficialmente la nueva estación, mi preferida; esa que con promesas de soledad e introspección cubriría mi mundo de ocre y olor a hojas secas y desprendería uno a uno a los mosquitos que inútilmente pedían asilo rebotando furiosos contra la ventana.

NATALIA DOÑATE

Otro mes

6

¡Segundo mes de un cuento al día! Ok, medio tramposo, porque febrero vino cortito, pero prometo redoblar esfuerzos para los meses de 31 días.

Gracias por acompañarme, porque cada vez que quiero bajar los brazos me llegan sus frases de aliento.

Gracias por inspirarme con sus blogs y por compartir sus historias.

Porque sigamos creciendo juntos. Por otro mes más y por los amigos que vendrán.

Nati