Me abandonó una tarde. Solía tomarse la hora del almuerzo temprano (como yo, que de pura ansiosa me siento a la mesa a las doce en punto) y regresaba al rato. En épocas de lluvia podía extraviarse por días, pero eventualmente volvía a mí. Esa simple verdad universal a la que tiene acceso cualquier cuerpo opaco me fue negada de repente y quedé sola, sin otro indicio de mi existencia en este mundo que un reflejo fantasmal en los vidrios de los locales.
Afortunadamente la gente de ciudad vive apurada y no notó su ausencia. En otros tiempos me habrían tildado de vampiro. Pero aunque no se tratase de un asunto de vida o muerte, pensaba en ella todo el tiempo. Extrañaba verla enflaquecer y volverse alta como un gigante por las tardes, o burlarme deformándose en las calles de adoquines.
Otras veces me seguía mansamente como un perro viejo, y yo sentía su presencia sin necesidad de voltear a verla.
Decidí luchar por ella.
Por semanas salí a buscarla. Cuando algún transeúnte con alma de boy scout me preguntaba si había perdido algo, le decía que un pendiente. Funcionó bien, hasta que un alma más inteligente que el promedio me hizo notar que llevaba ambos puestos.
Cambié de estrategia. Procuré atraerla a mí, volviéndome más interesante. Formé animales con las manos y usé vinchas con orejas de gato y de conejo con la ilusión de que le intrigara ver cómo le quedaban. Pero no apareció. Incluso probé darle celos, acercándome a extraños y compartiendo sus sombras, pero sólo logré sentirme más nostálgica (y algo juzgada, a decir verdad).
Dicen que el amor puede estar a la vuelta de la esquina, y al final, así fue. Una tarde me encontraba distraída haciendo cola para comprar café, cuando vi a un hombre muy atractivo unos pasos más adelante. A sus pies estaba ella, tomando a su sombra varonil de la mano. Parecían a gusto. Tenía que actuar rápido.
Me acerqué con mi mejor sonrisa y observé:
—Parece que nuestras sombras se enamoraron.
Me miró con curiosidad y rió. Ya de novios me confesaría que mi forma de encararlo le pareció adorable. Yo no recuerdo mucho de esa charla; sólo me importaba ver cómo reaccionaba ella. Para mi alivio, comenzó a imitarme. Por fin estaba completa de nuevo. Aparentemente se había encariñado con la sombra de ese sujeto y había sido arrastrada por su dueño como un papel pegado a la suela de un zapato.
Hice lo único que podía hacer para no perderla de nuevo. Lo miré a los ojos y con un gesto tímido le tomé la mano.
NATALIA DOÑATE
Imagen: Autor: Alejandra Quiroz, en Unsplash.com | CC0