jueves, diciembre 26, 2024
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Pax de invierno

11

Julio y septiembre delimitan el período de tregua. Enfundada en poncho de lana y con el termo lleno, monto guardia ante el ventanal. El césped, azul de hielo, aguarda con paciencia el advenimiento de aquel que corona casas en la lejanía.

Tirano de profesión, el astro fuerza a bajar los párpados. Premia mi sumisión con arcoíris en las pestañas, caricias en la mejilla, el misterio de una tomatera perenne y sus frutos. Reposan a un lado, ya superfluos, los abrigos.  

En esta fugaz jaula de oro compartiremos la mañana.

Yo lo escribo, él me dibuja.   

NATALIA DOÑATE

Smile!

8

Inauguré el tan deseado cerramiento en la terraza bajo las directrices de una proyección meticulosa: falanges entumecidas entrando en calor con el teclado, mi silueta decapitada por la sombra de un edificio, invierno y verano en 40 metros cuadrados. Los gatos dan fe de su utilidad: Luli, la siberiana, disfrutó de una sosegada mañana al sol. Alfie, trajeado pero sin pedigree, se dedicó a explorar el territorio hasta dar con un bicho bolita, al que desmembró con saña.

Mi relato fue lo único que no cumplió con las expectativas. Pecaba de intrincado y corriente. Efectivo, sí, como un café de estación de servicio. Con un ciervo de largas pestañas, el flash de una cámara y un bloqueo de escritor como premisas, forcé la conclusión de que la luz blanca tenía un efecto paralizador en los seres vivos. Una imagen atractiva de Google, un buen título y podría dar la tarea por concluida.

—Mañana será mejor —prometí al gato. Éste giró la cabeza hacia un punto móvil a mi derecha y tomó impulso.

—Es tu día de suerte —reconocí con envidia. Pero algo en la escena -el rebote del bicho bolita, el ángulo de la patita desprendida- me resultó familiar. La secuencia de la cacería se repetía con exactitud. “Déjà vu”.

Tiempo de levantar campamento y preparar el almuerzo. Extendí la mano en busca del papel del alfajor que había desayunado. Su solidez me impidió apretujarlo. Sorprendida, descubrí que el paquete estaba cerrado y su relleno, intacto. Casi como por reflejo sopesé el termo y comprobé que estaba lleno de agua. Mediante un vistazo a la página de Word vacía, confirmé la incipiente hipótesis. Imposible o no, habíamos retrocedido en el tiempo. Un viaje corto, de hecho, pues apenas eran las 10 de la mañana en lugar de las 12.

Desafiar las leyes de la física por dos míseras horas. ¡Qué desatino! No tendría la oportunidad de anunciar una catástrofe, ni de asesinar a aquel personaje nefasto que tantas vidas se había cargado. Tendría suerte de llegar a tomarme un café en Capital, si es que no había tránsito. No pude siquiera redimirme de volcar la yerba de las 9. De todos modos, y muy a mi pesar, entendí la responsabilidad del privilegio. Debía sacar provecho a esos 120 minutos robados.

10:09 sonó el celular. Supe que era mi esposo llamando para recordarme el turno del polarizado del auto. Atendí, por mera nostalgia de normalidad. Tras cortar con un beso, reinauguré el mate y me quemé la lengua por segunda vez. Me sentí estúpida. El cursor de texto parpadeaba en la pantalla en blanco. Lo odié con ganas. ¿Acaso debía redactar todo de nuevo? Parecía uno de esos sueños entre despertadores en los que me bañaba y acicalaba y llegaba hasta la puerta de salida, sólo para encontrarme de regreso en la cama con aliento a muerto.

«Menos una hora y cuarenta minutos«. El cronograma estipulaba que era el turno del alfajor. La sensación arenosa de la maicena subsistía en mi paladar, junto con la culpa de haberlo liquidado en tres mordiscones. Podía reescribir esa historia, atesorar el resabio de dulzura, ahorrarme las calorías. Prevaleció el comerlo dos veces al costo emocional de una. Aplaqué el arrepentimiento con un segundo paseo descalza por el césped, donde me volvió a picar la misma hormiga. So pretexto de que la gente lee más los sábados y de que no se puede cambiar el mundo en una hora, dirigí mi frustración a terminar la historia.

Con dedos helados reviví al ciervo, que, agradecido, retomó su alegre pastoreo al costado de la ruta. Cuando intentó cruzar, unos faros lo cegaron. El conductor de la camioneta vio cómo un hombre de anteojos y chaleco a cuadros volaba por los aires. Pero éste no se enteró, inmerso, como estaba, en la pantalla de su portátil, en la que se adivinaban las mullidas paredes de un loquero.

—Smile! —gritó el fotógrafo y ninguna sonrisa de Duchenne sumó verdad a la situación. El flash se instaló en mi retina y se volvió un arcoíris que decantó en migraña.

«Smile!» me pareció un título excelente. Lo apresé. Luego, en busca de prolijidad, seleccioné el cuerpo del texto para justificarlo y, por accidente, lo borré.

El blanco repentino me paralizó. Me vi perdida en mi propia teoría. Allí me habría quedado, de no ser por la flechita de salida. El bendito botón de “deshacer”. ¿Había pasado esto antes? Daba igual. Eran las 12 menos 5 y estaba a un click de recuperar todo. En algún mundo invisible, pero cercano, el ciervo aún volaba por los aires, el escritor enloquecía, los invitados bailaban. Los habría traído de regreso, de no ser porque noté los ojos amarillo limón de mi gato. Seguían, codiciosos, otra línea imaginaria en el suelo. El trayecto del bicho bolita.

—¡No más! —grité con firmeza.  

Sin perder de vista al insecto, me incorporé lentamente de la silla y le di un pisotón alevoso, que arrancó a Luli de su siesta. Con la cola crispada como un plumero, Alfie saltó a la parrilla y de ahí a una viga fuera de mi alcance. En su maullido ofendido creí oír un «nevermore«. Con el papel de alfajor limpié el puré de bicho de mi pie y lo arrojé al cesto, donde se mezcló con un ciervo agonizante, un sujeto de anteojos y camisa a cuadros y una historia pretenciosa que jamás conocerá la fama.

El título quedó flotando en el espacio en compañía del cursor; un primer motor inmóvil. Decidí conservarlo. Al fin y al cabo, tenía sentido. Sonreír siempre tiene sentido, más aún a las 12:01 de un día que se anuncia maravillosamente corriente.

NATALIA DOÑATE

La empleada del mes

9

Un chicle color cereza se bamboleaba de una mejilla a otra en la boca de la recepcionista. El desacierto le pareció un augurio de libertad, un pase libre al error. ¿Quién renegaría de uno en su primer día de trabajo?

Anita-no-retuve-su-cargo la condujo sin prisa por los estrechos pasillos de la oficina, intercalando con soltura las sobrias salas de reuniones con las políticas de día de cumpleaños, los carteles de «toilette» y las máquinas de café, con nombres que se evaporaban en la última sílaba. Un señor de perfume agresivo ostentó su prerrogativa de evitar el contacto visual.

Al final del recorrido, a modo de tienda de souvenirs, se imponía el armario de la papelería. Ante sus antebrazos abiertos al cielo llovieron cuadernos, blocks de hojas, lapiceras, post-its de colores, una agenda y un almanaque armable. No se escatimaba en gramaje, en brillo, en azul marino. El águila dorada del logo le sonrió desde cada una de las hojas, sin comprar su simpatía. Botín en mano, separada de la única ventana al exterior, ocupó su lugar en torno al tercer tablón de madera, en el que cinco manos derechas estrecharon la suya en renovada bienvenida. Su tarea, de lunes a viernes, de 8 a 12 y de 13 a 17, consistiría en armar presentaciones de Powerpoint bajo las severas directrices de una plantilla empresarial, dolorosamente similar a la tapa del nuevo cuaderno.

“Acá falta algo” pensó. Dilató la angustia con la laboriosa faena de acomodar los objetos en el rectángulo de su cajón. Luego sopesó la idea de recobrar un poco de oxígeno en el cubículo del baño «pero, vamos, ¡si acabás de sentarte!». No encontró mejor opción que mirar fijamente el monitor, cada vez más empañado. Una lágrima rebotó en la barra espaciadora. Entonces, oyó un jadeo que no provenía de su cuerpo. Al parecer, el ventilador del CPU se había unido al episodio psicosomático.

—Tranquila, se arregla solo —explicó una voz al otro lado. Su dedo índice daba suaves toquecitos al ratón.

A falta de mejores respuestas en el horizonte, lanzó un «ajá» que se le hizo antipático. Decidió cobijarse en el ruido blanco del computador, en el oasis de mecánicos zumbidos que le ofrecía la tecnología.

«El viento del mar dentro de una caracola.»

«El ventilador de la cocina de la abuela Nené».

«La ruedita en la que corría Ema, el hámster».

En ese momento entendió que había resuelto su propio acertijo. Quiso dar un gritito de victoria, pero se conformó con asentir con disimulo.

Eso es lo único que le falta a esta jaula del demonio. ¡Una jodida rueda de hámster!

Lo que hizo el resto del lunes, ni ella sabría decirlo. Fue su primer y último día en la agencia de publicidad.

A veces, los que huyen son los valientes” escribió en una esquina del cuaderno. Risueña ante la trasgresión, desgarró el pedacito con la frase y lo insertó en el respaldo del asiento delantero del colectivo. El bamboleo continuo prometía una grata siesta antes de llegar a casa.

NATALIA DOÑATE

La evolución de la fotografía

6

Recomiendo tomar menos fotos. Un jueves reciente, sin celular, me condujo al siguiente descubrimiento: a falta de tecnología, el cerebro humano recopila imágenes que la cámara tradicional desprecia (edificios desiertos, una anciana hablando sola, el sol de la una sobre el mármol de una escalinata). Pueden malinterpretarse como random pero revisten, en el largo plazo, mayor importancia que un latte art, o una pose rígida en un paisaje fatuo. No se dejen estafar.

Anoche revelé uno de mis rollos mentales: corridas por los pasillos frescos de una casa en Gaona, niñas hermosas en zapatos de charol -que veo con cierta envidia-, el buzo de un boliche de Villa Gesell, platos con sobras de asado, decenas de globos aerostáticos fallidos, una lapicera plateada, un cuarto rebosante de carcajadas de nietos, algunas lágrimas, helado y masas finas, el tío Tony remontando un barrilete con mis hijos en la casa de Escobar (y podría jurar que ocurrió ayer, pues se solapó con las risas en la mesa, las constantes interrupciones, el humor negro que caracteriza a los míos). Entendí que todo el material formaba una maravillosa película. No tengo idea de cómo sigue, pero puedo adelantarles el final: un abrazo reconfortante en el que cambian los personajes, la ocasión, el siglo. La prevalencia de la familia. La eternidad del amor.

Para Tony, que será siempre recordado con el mayor de los cariños. Para sus hijas y nietos. Para todos nosotros.

NATALIA DOÑATE

La tentación de cortar por lo sano

19

Subsiste entre mis contactos un eminente cirujano, cuyo vínculo con mi persona carece de justificación al presente. Esta contravención inocente limita su punibilidad a los confines de este relato, a modo de excepción a la conclusión de que todos usamos al prójimo. No tengo nada que ofrecerle, más que el placer de pagar alguna deuda que aún no contrajo. Su ambición literaria conjuga la falta de fe ciega tanto en autores noveles como en Nobeles. ¿Mis razones para enviarle el borrador? Optimismo y estupidez en sus justas proporciones.

Para abril recibí el manuscrito de regreso, pulcramente diseccionado. La tinta roja, aunque seca, daba fe de su agonía. Aún respiraba. Para no entrar en pánico me enfrasqué en descifrar una palabra que se repetía a lo largo de los márgenes en forma de firma. Los renglones tachados fueron la pista que me llevó a buen puerto:

“Rimumim”,

“Remumir”,

«RESUMIR».

Puse manos a la obra.

Amputados el 90% de los personajes y anécdotas varias, la pueril novela reencarnó en un cuento corto y decente: una escritora perdía la fuerza creativa por buscar adeptos en las redes sociales. Como un David que emerge de un bloque de mármol, la historia se había librado de lo superfluo. ¿Acaso era yo el mismísimo Michelangelo, lijando mis abscesos de ingenio? Procuré descansar el borrador por unos días pero, al retomarlo, seguía perdida. ¿Cómo reconocer la instancia final? ¿Cómo sabe el escultor que dentro del gigante no hay un niño, o incluso dos -uno encima del otro-, o un caballo rampante?

Un mate mullido me ayudó a apaciguar el impulso de publicar e hizo de grata compañía durante otra ardua fase de síntesis. Al final ya no hubo relato, sólo frase:

“Tendemos redes, ignorando que somos la mosca”.

El esfuerzo merecía una portada acorde, un índice (si bien austero) y un anillado. Imprimí dos copias y envié la correspondiente al doc por correo expréss, ya que detesta las pantallas. Debió de empatizar con mis ansias. Accedió a vernos ese mismo día.

Agradecida por el gesto, lo cité en un bar de Belgrano. Llegué temprano para elegir la mesa de la ventana. Necesitábamos buena luz. Acomodé las lapiceras de colores, un block de hojas y mi propia copia de la obra. Me apenó no saber cómo prefería el café. Lo sé ahora.

Al grano.

—Así que tendemos redes —preguntaba tras los saludos de rigor—. ¿Quién vendría a ser la araña?

Revolví la taza, fingiendo pensar.

—Supongo que son los demás. Que hay muchas arañas.

—¿Y quiénes son los demás?

Su interés me hizo ganar firmeza.

—En este caso, los que están al otro lado de la red. Los que me siguen para que los siga, los que comparten cosas que no leyeron, los que elogian la foto y no las letras. Aquellos que succionan la atención, el tiempo, la vida ajena.

De reojo vi cómo apoyaba el celular en el regazo, los codos en la mesa, la frente en las palmas. El dominó de carne me obligó a confesar.

—OK, ya veo. Yo también soy araña.

—Entonces sos mosca y araña —asintió.

—A veces, sí.

Un vistazo fugaz al reloj y supe que el tiempo se acababa. Hice una seña al mozo.

—Deberías ser psicólogo —protesté mientras buscaba la billetera—. Si te sirve de algo, yo no quiero ser araña. Ni mosca.

Me extendió su copia abierta del manuscrito y noté con alivio que estaba blanca y pulcra. Entonces señaló su aporte con un golpecito del índice: un diminuto signo de interrogación que lo estropeaba todo.

—Tranquila, ya sabrás qué hacer.

Fastidiada ante tanta amabilidad, arranqué una hoja en blanco, la doblé al medio y se la entregué con una reverencia.

—He aquí la versión final —bromeé.

Comprendí que el chiste había salido mal cuando, tras ajustarse los lentes, asintió con aprobación.

—Es un buen comienzo.

Sobra decir que invité el café.

NATALIA DOÑATE

Mil panteones

6

El Palacio Barolo encarna la idea de Dante Alighieri del infierno, el cielo y el purgatorio. Tiene tantos metros de altura como cantos la Divina Comedia. Idéntica astucia se aplica a la cantidad de pisos contra versos y de ventanas por fila contra estrofas. Tras el tour del viernes me siento entusiastamente idónea para hablar de simbología masónica, de gárgolas, de cóndores de cuerpo oscuro y testa dorada. Pero prefiero dejar las cuestiones técnicas para el guía de turno y limitar mi granito de arena a la impresión que me dejaron los primeros pisos: de que cada tentativa de evocar lo sublime adolece de humanismo. No se llega a lo abstracto por medio de escalones y esto no es, en absoluto, una crítica al arquitecto. Se trata, simplemente, de aceptar que no hemos podido inventar un dios capaz de encerrar conceptos en edificios, ni de ensamblar palabras con cemento. La imaginación es un bien baladí ante la inmortalidad, la omnipresencia, la sabiduría plena. Sólo para el hombre es un tesoro, la única herramienta para construir mil vidas, mil muertes, mil panteones. En mi caso, fue como una amiga cuya compañía me distrajo a subir hasta el anteúltimo piso, el de los balcones.

¡Menuda impresión tuve al salir! La noche abrió una nueva dimensión bajo mis pies, y pude sentir cómo el muro a mis espaldas se convertía en suelo. Reuní como pude los trozos de mi alma fragmentada y entré con prisa. Pero mis hijos, que no sufren de vértigo, pedían salir. ¿Cómo negarse? Los tomé por la muñeca -pues se sabe que la mano resbala- y los entregué bajo protesta al viento intermitente, a la inmensidad helada, al horizonte de arriba, de abajo, del frente. Ante incontables ventanas estelares brillaron sus pupilas, que luego descendieron, curiosas, hacia el obelisco, a la Casa Rosada, a las estrellitas de la cúpula del Congreso. La pequeña pidió sentarse y mirar por entre los huecos del balcón. La capucha de su campera ondeaba con alegría y la sentí tan introspectiva, tan lejana, que la apuré a regresar a mi lado. El mayor, que tomaba fotos, pronto se apiadó de la fuerza irracional de mi apretón y regresó a abrazarme con ternura.

Terminamos la expedición a cien metros de altura,

al final del poema,

al calor del faro.

Entonces fui consciente del error que había cometido en los niveles anteriores. Resulta que en la ecuación entregadora-entregado, ofrenda-dios, terrenal-divino, no estamos en desventaja. Este paraíso que habitamos es el mundo de mis hijos, y no al revés. Ellos no son de nadie. La próxima prometo apretar más suave.

Perdón, me fui por las ramas. ¿Que si recomiendo ir? ¡Totalmente! Pero lleven abrigo, que hay chiflete.

NATALIA DOÑATE

Días blancos

18

Mayo es un mes interesante. En lo que respecta a esta humilde servidora, basta con decir que puede soplar velitas a cambio de torta. Pero es mucho más que eso. Los amaneceres coinciden, puntuales, con el primer café de la mañana; al frío se lo soborna fácilmente con un abrigo ligero; se torna fogosa la paleta de la naturaleza, y efímera, la belleza. El sendero ocre que une la puerta de casa con la calle principal humilla sin esfuerzo a cualquier alfombra roja. Agonizan los mosquitos.

Esta semana, sin embargo, se nos ha colado una seguidilla de días blancos, invernales, de los que dificultan el proceso creativo. Las ideas vuelan hacia el vacío como pájaros en un cielo chato, en el que manos infantiles han trazado nubes gordas y azules. La atmósfera se aprovecha de la fragilidad del sol y desciende a oprimir los ánimos cual tirano, mientras la vista, desdichada, mendiga sobras de colores en el suelo. Del horizonte, nada se recuerda: paredes de niebla franquean los caminos.

En condiciones tan deplorables, hasta mis propios pensamientos me declaran la guerra: cantan estribillos en loop, me azotan en la frente con una regla, se muerden los codos. Finalmente, con las extremidades agarrotadas y los argumentos ateridos, se entregan a la apatía. Y mansos permanecen a mi lado, erguidos y cenicientos, piezas del bosque petrificado en el que se ha convertido mi cocina.

Afuera, una llovizna ingrávida evoca la estática de un televisor antiguo.

—Así veo siempre —le comento a mi esposo.

—Así vemos muchos —les aclaro a ustedes.

No estoy loca. Los que tenemos nieve visual (reservo la palabra “padecer” para dolencias con mayores méritos) portamos una porción de día blanco en una habitación de nuestro cerebro: en la oscuridad de la guantera del auto, en la pantalla de un televisor apagado, en la pana negra de un montgomery, en donde se camufla entre los pelos del gato. Llevamos luces, pero también sombras, según el contraste con la superficie de turno. Humo y niebla. Los colores danzan entre moscas flotantes, nadan con peligrosos renacuajos eléctricos, se arrojan bolitas de plata. La retina, perpleja, se limita a imprimir souvenirs: el borde redondo de la taza blanca se revela dentro de los ojos cerrados, la luz que se cuela por la persiana, sobre el plato de arroz, luego sobre el placard, luego de regreso al plato. Renglones difusos escriben historias ininteligibles en las paredes.

La nieve también entra por la nariz y se acobija en el cerebro, desde donde plantea interrogantes filosóficos:

— ¿Estás realmente acá? ¿Cómo lo sabes?

Y la gran película fallada que es el mundo te esquiva. Descubrís que los arcoíris muerden. Y te encontrás caminando, sin peso ni propósito, por entre los muebles, asomando en pijama a un jardín sin viento, siguiendo con indiferencia la estela que deja el paso de tu brazo, como en cámara rápida, pero a su vez, lenta. El embrujo, por suerte, es breve. Pronto el aire granulado trae olores, sabores, caricias y sonidos (entre ellos, el de tu propia respiración). Se abre paso entre las nubes el sentido común, a los hachazos, y te cuenta que los días blancos también pasan, que la vida es maravillosa -incluso en pausa-, y que un mes como el de mayo puede darse el lujo de desperdiciar un par de días, quizás una semana. Y en el optimismo creciente recordás, por vez cincuenta, que una pantalla en blanco (incluso una con estática) no es un vacío existencial, ni una mortaja, ni el negativo de un agujero negro. Es potencia, tierra fértil de un nuevo relato cuya eclosión no se debe forzar. Al menos, no por hoy. No este jueves.

Después de todo, sería terriblemente estúpido dedicar un día entero a obligarse a escribir, especialmente cuando abundan los otros, aquellos en los que las palabras llueven, raudas y generosas.

Y aun así…

NATALIA DOÑATE

Galletitas de jengibre

17

Con innecesaria valentía -el único tipo que amerita un reconocimiento-, el rostro de Marta se apartó del microclima generado por su colcha de margaritas a crochet. De los sueños y pesadillas que había tejido esa noche, poco pudo rescatar. Expulsados prematuramente de su cueva de telas, habían emprendido en ofendido vuelo hacia latitudes más polares, a amenas conversaciones matutinas, a ajetreados consultorios de psicoanalistas.

Faltaba poco más de una hora para que el sol dominguero calentara la cocina, pero la ansiedad de enmendar el error de la noche anterior ya le calzaba las pantuflas y le salpicaba el rostro con agua helada.

Si todavía es de noche, cuenta como que es ayer” se consoló con picardía. Pero su sonrisa se sintió fuera de lugar cuando cruzaron juntas el umbral, pues, agazapado tras el aroma a galletitas de jengibre -que tenía su razón de ser-, un calor bochornoso les daba la bienvenida. Comprendió que se había dejado el horno encendido toda la noche. Por fortuna, era eléctrico, aunque la factura de la luz iba a doler. Decidió bloquear cualquier pensamiento antipático y apoyó el libro de recetas sobre la mesada de granito. Los mellizos no llegarían hasta la hora de la merienda, y, al fin y al cabo, sólo necesitaba hacerlo bien una vez.

El azúcar no sala” procuró recordarse mientras separaba los ingredientes.

Una taza es sólo una taza. Ni dos, ni tres” declaró, cuchara en mano.

Conocía la receta de memoria (vamos, si ella misma la había inventado), pero por algún motivo no lograba dar con las galletitas. Se le escapaban en ingredientes, en proporciones, en tiempos de cocción.

«Pero eso era ayer. Ayer es ayer, hoy es hoy«.

Su mente fue clareando a la par de la mañana. El mediodía la sorprendió en compañía de once caballeros de jengibre, exquisitamente bronceados y abotonados con esmero. Ubicó cinco de remera celeste en un plato y cinco de rosa en otro, ya que los niños eran inflexibles en cuestiones de equidad. Luego, se sentó muy tiesa en el banquillo de la cocina, donde juzgaría el sabor del que había apartado para ella: la pieza de prueba. El protocolo indicaba que debía dejarla enfriar, pero los fantasmas de las galletitas pasadas la urgieron a probarla de inmediato. No sin algo de sorpresa, comprobó que estaba deliciosa. Pronto el jengibre, la canela y la miel se consolidarían en su punto óptimo.

Comenzaba a preguntarse si no convendría aprovechar la inspiración para sumar un budín marmolado, cuando un timbrazo fuera de contexto le recordó que debía apagar el horno. Cubrió las galletas con un repasador cuadriculado “por si las moscas” y se dirigió a la entrada. Una figura larga y delgada aspiraba un cigarrillo al otro lado del ventanuco. La mujer abrió la puerta unos diez centímetros, clavando una pantufla rosada a modo de tope.

— ¿En qué lo PODEMOS ayudar? —preguntó con amable desconfianza.

—Soy yo, doña Marta —respondió el joven jardinero.

Entonces, abrió la puerta de par en par.

—Marquitos, ¿ocurre algo? ¿Qué hacés trabajando un domingo?

Resuelta la duda y saldadas las cuentas, Marta regresó al calor de la cocina.

El azúcar no sala”.

Una taza es sólo una taza”.

El azúcar no sala. Ni dos, ni tres”.

Una taza es sólo una taza”.

Y hoy es LUNES, ¡¡vieja estúpida!!

Entre sorbitos de mate amargo, decapitó uno a uno a los crueles muñequitos de jengibre, maldiciendo una y otra vez la dulzura de su aroma, la perfección de su consistencia, la simetría imposible de sus contornos.

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NATALIA DOÑATE

Una vida con la Muerte

13
La casa de las arenas - blog literario

A los seis años y dos meses de vida, Marcelo conoció a la Muerte. Mientras otros niños cursaban la inducción progresiva de rigor, intuyéndola en la inmovilidad de un sapo al otro extremo de un palito, o en la ausencia sine fine de algún pariente lejano, él la había visto trabajando, con rigurosa profesionalidad, una tarde de domingo en la que se había llevado en andas a su hermano mayor. Tomy trepaba un cerezo negro. Segundos después, Tomy jamás volvería a trepar un cerezo, ni un palto, ni una araucaria. A Marcelo le llevó unas cinco semanas asimilar que Tomy tampoco inventaría cuentos de terror por las noches, ni cambiaría las figuritas difíciles en su nombre en el recreo, ni se daría besos a escondidas con la hija del panadero. Tomy ya no molería a piñas a los niños mayores que molestaban al hermanito. Tomy murió sin el consuelo de que no sería necesario: las pupilas de Marcelo, escarchadas por la imagen de la muerte, se tornaron aventurinas negras que le harían de amuleto por más de medio siglo, hasta perder su brillo entre las aguas grises de las cataratas.

A lo largo de una existencia pacífica y melancólica, Marcelo comprendió que la ausencia de vida no era sólo esa falta de magia que secaba a las ardillas y a los gorriones. Era su amiga, su futuro, su hermano amado. Eventualmente, fue su madre aconsejándole al oído; su padre leyendo un diario infinito; la jorobada del 4B que le regalaba huevitos de Pascua al pie de las escaleras. Era todas sus mascotas de la infancia, el mendigo que se durmió en la acera aquel invierno del ’86, un bebé que no llegó a sonreír. Era dolor, amor, putrefacción (también incienso), velas en la oscuridad, un llanto desolador mechado con las más dulces palabras.

A los noventa y cinco años y ocho meses de vida, Marcelo se preguntó cuándo llegaría su turno de unirse a los demás. Si bien no quería morir, tampoco quería no hacerlo. La segunda opción comenzó a tornarse amenazante durante su estadía en el dormitorio común de un hospital de mala muerte, en el que se encontró durante una epidemia de neumonía. El fantasma de la inmortalidad lo acechaba con sorna por las noches, cuando, en medio del silencio, emergía una tos valiente y lejana, a la que se unían otras cuatro o cinco, como ladridos de perros en la noche. A la suya, nadie la acompañaba.

Ella, convertida ahora en enfermera amorosa y dedicada, se paseaba entre las camas besando frentes y cerrando párpados. Jugaban a no conocerse.

«¿Qué ocurriría si todos partían y él quedaba a solas con ella?» No quería imaginarlo.

Casi como para confirmar sus sospechas, los compañeros de las camas contiguas sucumbieron en los días siguientes. También lo hicieron sus reemplazos. Contra todo pronóstico los alcanzó una enfermera joven y robusta que se había despedido con un “hasta el lunes”, de un lunes que no había llegado. Así fue como supo de la extinción de los lunes. Días después, pereció el sol -que llevaba tiempo sin fuerzas para atravesar los cristales- y junto a él se apagaron los arcoíris, rodaron por el suelo las frutas inmaduras de temporada, se volaron las flores. Suspiraron su último aliento la música, el arte, los recuerdos de los años mozos en una prestigiosa firma de abogados. Sin un quejido se retiró gran parte de la paleta de colores. Sus deudos: el blanco sucio de las sábanas y alpargatas, el gris de las paredes, el azul ambo y el rojo coagulado.

Todo menos yo” observó Marcelo ya sin miedo, ya sin curiosidad. Ambos habían partido de la mano, sin que nadie les dignara un funeral, pues ya agonizaban las palabras, y con ellas, los pensamientos. 

Partió la Esperanza, que, si bien dio pelea, no llegó a hacer honor a la expectativa popular de ser lo último que se pierde.

Lo último, creo que fue la luz.

NATALIA DOÑATE

Tesoros

3

La cantidad de mosquitos excedía por unos cuantos miles el cupo previsto para mayo. Fue por eso que debió cortar la rosa. De ser febrero, la habría dejado deshojarse a sus anchas entre inhalaciones apasionadas de su parte; camino al auto, entre paseos por la cuadra, ante operativos varios de relleno del cebo para hormigas. Pero ésa era, a su pesar, la última flor que daría la planta hasta la primavera siguiente. Ningún enjambre de insectos impuntuales les iba a robar la despedida. Así fue como, tras un seco tijeretazo, se apropió de la maravilla. La atesoró entre cuatro paredes durante un día y medio -y su noche por defecto- lapso en el cual apenas sació su anhelo de fucsia, de verde casi plástico, de aroma frutado. Quien tenga un rosal de este tipo comprenderá sus deseos de compartirla.

Solo él sabrá apreciarla” pensó. Poca gente había conocido a lo largo de los años que tuviera ese don. Esa idea simple le trajo tanta añoranza, con tanta urgencia, que, a falta de un antónimo para “huir” se consoló con decirse que partiría de inmediato. Contaba con unas dos horas antes de que los niños volvieran del colegio. Mientras buscaba las llaves del auto se le ocurrió que quizás no recordaría el camino. De todos modos, manoteó la cartera. Los cuatro mosquitos que se unieron al paseo le sirvieron de ayuda cuando los pensamientos oscuros empezaron a invadir su mente. Procuró espantarlos con dudas más apremiantes, más útiles:

—¿Norte o Sur? ¿Izquierda o derecha?

El paisaje, cada vez más familiar, ratificaba sus decisiones con emoción. Ya segura de que llegaría, se dejó amortajar por la melancolía. Pensó en el gato que había dejado en casa, quien había cumplido dos años sin que él lo conociera. Aunque, siendo sincera, más grave era el asunto del perro, pues éste había muerto de viejo sin que los llegara a presentar. ¡Con lo que le gustaban los animales! Le resultó imperdonable. ¿Cuánto tiempo llevaban en realidad sin verse? El corazón casi le explotó cuando cayó en la cuenta de que ni siquiera había visto a su hija de once años: Tati no tenía ni una foto con el bisabuelo.

Se supo entonces una basura de persona, la peor nieta del mundo. No le alcanzaría la vida para pedir perdón. Si es que alguna vez encontraba la casa, claro está.

Lo hizo. Estacionó el auto sobre la avenida Gaona, en el espacio de siempre. Allí comprobó con horror que alguien había pintado la fachada de color azul hospital.

Lleva doce años a solas, sin nadie que le haga las compras, sin cuidadores, ni visitas. Qué le va a importar la fachada, si ya debe ser un esqueleto, o quizás ni eso”.

Con el último atisbo de esperanza tomó la rosa, silenciosa copiloto, dispuesta a olerla una vez más. La culpa, que bien dirigida no escatima en dulzura, no deja de ser un privilegio de los vivos.

Con firmeza empujó la puerta, en un forcejeo medido que le resultó familiar. “Pero no, no esta puerta” pensó, “la de la biblioteca del fondo”. Fue bienvenida por un salón comedor en ruinas. Por si acaso esquivó con cortesía el espacio amenazador bajo el candelabro oxidado y protegió recuerdos futuros de los tristes figurines de Lladró -que evocaban entonces los restos humanos de Pompeya-, de las cajas de famélicas cucarachas, del llanto negro de las paredes. No con menos prisa atravesó el dormitorio, en el que intercambió un guiño amistoso con el colorido caballito que había dibujado de niña, curiosamente exento del polvo. Por fin pudo divisar el rectángulo de luz anaranjada que señalizaba la entrada a la cocina. Avanzó con creciente pánico.

«Siempre adelante, siempre adelante«.

Lo primero que cobró sentido fue un par de manos cubiertas de arañazos de perro y moretones (pero manos vivas, al fin). La izquierda lucía dos anillos dorados, uno visiblemente ajustado, pues un muro de carne se erigía a los costados. Se hallaban entrelazadas con firmeza sobre la mesa de melamina blanca, en grata compañía de un «Cosmos» de Carl Sagan.

—¡Hola, pequeña! —Saludó él, como quien recibe a alguien que ha visto el día anterior.

—¡Abuelo, estás bien! —La mujer se arrojó a sus pies con desesperación. Tanteó en derredor en busca de la rosa, a sabiendas de que su belleza no compensaría el olvido, la desidia, el abandono. No la encontró. Nada contrastaba con la aspereza de ese suelo de gris desierto.

—Soy una mala persona, abuelo —sollozó ella. —Olvidé por mucho tiempo que tenía que venir, y encima soy tan estúpida que perdí el regalo que traía para vos.

Condimentó las lágrimas con un ataque de hipo, lo que le dio la apariencia de una niña extraviada.

—¿Cómo es posible que sigas aquí? ¿Y cómo es que estás tan joven?

—No lo sé. ¿Será porque ando muy bien acompañado? —retrucó él a la vez que señalaba con énfasis hacia el ángulo opuesto de la mesa.

La mujer entendió que debía mirar debajo. Con tensa lentitud dejó que sus dedos recorrieran la superficie lisa hasta llegar al extremo. Luego se aferró con firmeza y se agachó. Entonces, la vio. La pequeña, de unos cuatro o cinco años, se hallaba sentada en posición india con el rostro cubierto con las manos. A sus pies, el osito Miguelito. Al parecer, la falta de experiencia en el mundo le aseguraba que podía volverse invisible si se tapaba bien los ojos. De su fino cabello emanaba un aroma familiar. Manzanilla. La mujer la saludó con alivio.

—Hola, Natalia. Qué gusto verte.

Se había reconocido por el conjunto de campera y pantalón de sire que usaba de niña, en aquella época extraña en la que estaba de moda la ropa chillona y arrugada. Todos en la familia tenían uno, pero por el momento le bastó con recordar el suyo, el cierre que se trababa, el pitucón en la rodilla izquierda, los colores que desafiarían al tiempo, al espacio.

(¿Acaso debo aclararlo?. De acuerdo, era fucsia y verde, como una rosa).

NATALIA DOÑATE